El joven y adinerado José María Diez Marina, que durante años su familia ha tenido vaivenes como comerciantes importantes, busca desposarse con la hija de nada más que el Cavalier Juan María de Jauregui Canal, octavo Marqués de la Villa del Villar del Águila, un suceso que en propio le tendría que cambiar de su vida por completo, no solo por la aspiración a tan alta envergadura de corte, sino a la inquietud de que, al mando de su corazón, no hay quien les logre disponer de otra cosa.
Tanto José María como María Concepción Fernández de Jauregui Villaseñor llevaban ya varios años tratándose, enamorándose, buscando dentro de sus familias el lugar propicio para que se diera la relación, pero que de algún modo no añejaba el gusto del joven abogado con el flamante descendiente de la Villa —la familia de mayor caudal financiero del Querétaro de la Nueva España—.
Las jóvenes en edad de merecer ser desposadas —entre catorce y diecisiete años, si pasaban esa edad dejan el lugar a la hermana menor siguiente para ser cortejada y se convierten en candidatas al monasterio— saben que el tiempo es corto en lo de conseguir al joven de casta y abolengo que llenen los ojos de los padres, sea por hijos de ricos comerciantes con algún linaje histórico de renombre, algún cercano a la recién desaparecida nobleza —que con el paso del tiempo se valora de mayor forma— familiar directo de la estirpe —primos cercanos o lejanos— pero la razón de subsistir en esa edad es la de lograr colocarse como una señora fina y rectada del Querétaro que le tocó vivir al joven abogado José María Diez Marina.
Que de mucho se sabe es de culta y estirpe de abolengo, no solo por ser una familia de ricos comerciantes y hacendados, sino por tener en su sangre parte de la nobleza española anteriores a la caída por la insurgencia, del reino añorado por estos lares de la Nueva España.
La educación de las mujeres en edad de casaderas no es tomada en frágil o a la ligera, conlleva años de preparación en las artes del ajuar de novia —inclusive se confeccionan su propio vestido de novia en tres tiempos, para la Iglesia, para el festín y para la noche nupcial, rito ya de por sí anhelado, cercano al recato e intimidad de las formas— la estirpe del Octavo Marqués de la Villa del Villar del Águila —máximo poder no militar de la región— ha de saberse completa y llanamente cercana a las costumbres y tradiciones familiares que por siglos su familia ha tenido a bien ser gobernada.
La joven María Concepción Fernández de Jauregui Villaseñor estudió en el colegio de la Santa Madre de la Caridad, un estricto sistema de educación de niñas criollas y españolas, aunque las cédulas de fundación de estos colegios incluían a las mestizas como parte de que la tradición de hogares fuera en estricto cercana a las ya instituidas por Carlos Tercero en España, al paso de los años se convirtieron en exclusivo para las niñas criollas de esta noble ciudad de Querétaro, naciendo con ello el término de Chusma para las niñas nativas que no pertenecen a las castas de esta ciudad.
Por supuesto que María Concepción fue de las niñas consentidas por la directora de este colegio, faltaba más ¡la hija del Marqués de la ciudad nos honra con su presencia!
En los primeros años, una vez las niñas lograban ser independientes en los aseos personales —solamente saber obrar y orinar sin manchar el vestido, porque lo de bañarse aún permanece cada dos meses a las niñas y las señoritas cada mes— son aceptadas bajo un estricto apego a las normas familiares.
Saber sentarse correctamente en la mesa, comer sin hacer ruido o sorber el chocolate caliente sin derramar gota alguna ni hacer espuma en los labios —con pena de una bofetada a quien no la cumpliera, este castigo lo hacían las nodrizas o las amas de llaves encargadas de la educación— las niñas eran recibidas para aprender costura, deshilado, punto de cruz, corte de la confección de vestidos, sastrería y remendar artículos de caballeros, literatura, un poco de aritmética —la básica— algo de geografía e historia, María Concepción en todo momento se quejaba de que no les enseñaban filosofía como en los colegios de los varones, un poco de astronomía y estudios de comercio o teneduría de libros no les caería mal, en la cual ella era adelantada porque su padre el Marqués, en ocasiones le invitaba al corte de pago o le mostraba los libros de las haciendas.
Eran educadas en la obediencia, dejando hincapié que las niñas educadas obedecen y son compañeras de los esposos, son abnegadas, habiendo cátedras diseñadas para que las niñas supieran que contestar en caso de algún encono con el esposo.
«… si hay enojo del esposo, deberán bajar la mirada, hincarse y pedir perdón porque a lo mejor es culpa de ustedes lo que ha pasado…»
Desde el Querétaro de 1724 por primera vez se admitieron en los colegios de formandas de instrucción a señoritas de la Real Ciudad a las mestizas para lograr ser religiosas —aunque ya la cédula de Luis I había ordenado dicha disposición cien años antes, las religiosas no lo aplicaron hasta que llegaron las reformas a la educación de las mujeres como obligatoria— con ello el colegio se llenó de chiquillas de piel canela ¡disparatadas y alegres como ningunas!
Todas ellas limpias, radiantes y felices de convivir por primera vez con las niñas de casta —debido a la prohibición de juntarse mestizas con criollas— las hermanas religiosas encargadas de los colegios no sabían qué hacer con tan traviesas y creativas señoritas, que muchas de ellas apenas y contaban con lograr llevar un decente ropaje, por ello se instruyó que todas ellas debían de llevar hábito de religiosa como uniforme y será proporcionado por caritativos señores de la ciudad.
Cuando tocó a María Concepción entrar a ese colegio, siendo el Octavo Marqués de la Villa del Villar del Águila quien donó todos los ropajes de aquellas señoritas que acompañaban a sus siete hijas en los años escolares, se determinó la fundación del Real Patronato de los Ilustres Señores de la Real Ciudad para el beneficio de las señoritas del colegio de la Santa Madre de la Caridad, en donde en comilonas y convites se corría la juerga en recaudar dinero para tal ocasión, siendo el pretexto perfecto para la parranda —a lo que el Marqués era asiduo invitado de honor—.
¡No había varón que instruyera en estos colegios por cercano a sabiduría que fuere! a pena de ser amonestadas severamente las religiosas, como del colegio de Santa Clara o de San José en esta real ciudad, que ocurrieron que parte de los señores de sus patronatos fueran instructores de cátedra de algunos quehaceres de labor y obra, así como el de carpintería —las religiosas consideraron que las niñas debían saber algo de oficios en caso de fallecimiento del esposo quedaran protegidas con alguna labor de oficio— cuando al real audiencia supo de ello el 12 de octubre de 1817 prohibió la presencia de varón alguno de los colegios en la ciudad de Querétaro, para que las monjas fueran las encargadas de los menesteres de enseñanza— se separaron los colegios de los monasterios, siendo las casonas del Marqués las beneficiadas con la presencia de convertirlas en colegios —después de convencerlo los caballeros del patronato a su modo, aquel que a él de mayor forma le encantaba: la juerga—.
María Concepción le tocó estas reformas, así que podemos decir que sabía el anterior sistema estricto de formación de señoritas y ahora el popular, aquel ya no regido por las religiosas, pero que mantenía la participación de maestras de la Real Ciudad y que les daba algo más de picardía y diferente visión, que el que una religiosa de claustro les podría oficiar, cuando, como decía María Concepción, ni siquiera habían probado las mieles de un beso de mancebo.
Dentro del colegio se formaban en seis años en los menesteres del hogar, moral, enseñanza religiosa, un poco de hospitales y cuidados a enfermos, la relación que guardaban los mandamientos de la Iglesia en la vida de las esposas y en el cuidado de los niños.
Cabe recordar que María Concepción tuvo de tutora una maestra egresada de la cédula de los colegios de formandas que viene del año de 1601 cuando el Virrey Conde de Monterrey aprobó las ordenanzas del gremio novohispano de maestros, sus formas de instrucción, las lecciones reales y apegadas a la moral que una familia de la Nueva España debía de tener, por ello el adelanto de la niña era considerable, a la par de sus compañeras del colegio.
Once niveles debían aprender cada maestra que se instruía bajo este sistema académico del Virrey de Monterrey, serán pagadas al terminar esta preparación con once monedas de oro —que se consideraban suficientes para una vida ejemplar y dedicarse de vocación completa a las niñas de estos colegios sin recibir pago alguno extra, sabiendo que al terminar su preparación no habría caballero alguno interesadas en ellas por su gran sabiduría, también porque excedían los veinticinco años de edad, unas verdaderas “quedadas”— así que fueron contradas estas “señoritas” para los colegios del Marqués de la Villa del Villar el Águila.
Dentro de las maestras que instruyeron a María Concepción en sus menesteres de formación, tanto como esposa y buena compañera, resalta María de Altagracia, una maestra instruida en el Real Colegio de San Ignacio de Loyola Vizcaínas —una especie de cámara de comerciantes, llamada consulado, que apertura este colegio en la gran ciudad de México— que gracias a que no rendían cuentas de programas de academia al Obispo en turno, Virrey y al propio Papa, permiso obtenido casi desde su fundación per el Rey Calos III, este colegio era famoso por sus ideas libertarias y de alto compromiso con la filosofía humana —materia que le fascinaba a María Concepción—.
Así que la tutora de María Concepción le daba de más y atentos pormenores en su formación como esposa.
Los seis años que duraba la instrucción de las señoritas en los colegios de la Real Ciudad de Querétaro, aquellos del Marqués de la Villa del Villar del Águila —tres para ser exactos el de San José, Santa Clara y la Concepción— la materia que de mayor les atraía a todas las jovencitas era la de Costumbres y Modales en el Tálamo Nupcial, que se instruía como parte del bloque de Maridad y Moral en el Matrimonio, el último sector de aprobación de enseñanza.
En la cual con lujo de detalle se les enseñaba a tener “relaciones maritales” apegadas en su totalidad a evitar en toda costa el pecado —que de hecho se creía ya lo era tan solo por sentir a un hombre cerca — la maestra María de Altagracia era la encargada de dar tan mencionada y esperada clase.
El colegio del Marqués del último año que le tocó vivir a María Concepción Fernández de Jauregui Villaseñor, coincidió con esta clase y esta maestra —su tutora—, el largo salón de veinte butacas estaba atiborrado de jovencitas dispuestas a aclarar a toda costa, aquellos sueños, sensaciones, sentimientos y pensamientos que les han dado por costumbre participar diariamente del confesionario de Nuestro Seráfico Señor de San Francisco ¡cada rezo del rosario! a lo que el Fraile José de Caridad ya había reportado al patronato del Real Colegio, con carta dirigida al mismo Marqués.
«… observo avispadas a las señoritas del Real Colegio, que en sumo y cotidiano rosario diario se escapan de la mirada de sus madres para asistir al confesionario, en donde me hacen hincapié de no revelar que fueron confesadas ¡casi cada día por el más humilde servidor! solicitando a mi persona ¡piedad¡¡ayuda¡ y comprensión ante tal hecho, que de saberse que las madres observan de diaria confesión, sospechen de sus pecados ¡que válgame el cielo no puedo revelar! pero que me obligan a mentir y ¡sabe Dios! que tenemos voto de verdad y evitar a pena de condenación que la mentira se inmiscuya en mis quehaceres de lograr la paz eterna ¡que corro riesgo en ello!…»
Así que el Marqués decidió que la maestra de la materia ahuyentara en todo momento pensamientos culposos y que pudieran caer en verdaderos problemas de conducta en las chicas, como ya se había dado en la ciudad de Puebla donde varias señoritas se escaparon con caballero alguno —sin estirpe ni moral, de esos de la calle— al no saber qué hacer con sus sentimientos carnales que les arrebataban el alma y el espíritu.
Así que la señorita María Alta Gracia, con esa sutileza que le da el saber, comienza su cátedra con la lectura del Evangelio del día, todas atentas a la clase, empieza a platicarles acerca de los sentimientos de la pasión que despierta el amor del tálamo nupcial:
—¡Que han de saber señoritas! que no es pecado besar a su esposo, ¡que no solo él puede acercarse! es de ustedes también aprender a acercarse a él
«… ¡No es posible maestra!… ¡pecado!…» a coro respondían las señoritas, hubo quien se desmayó ante tal irreverencia, algunas gritaron y se tomaron de sus cabellos en señal de estar espantadas y confundidas.
—Por favor ¡señoritas! ¡control! ¡no existe en nuestras sagradas escrituras algo que impida que la mujer sea la primera en besar al esposo! poner atención — más enérgica — deberán dentro de su ajuar de esposas confeccionar la sábana de la Concepción —un telar fino que tiene un orificio redondo a la mitad que se adorna con encajes, se utiliza para que por ahí pase la virilidad y no vea la esposa a su esposo completamente desnudo, esa materia la llevan en este mismo bloque— misma que deberá ser prenda de su virginidad y que será mostrada en al balcón de la habitación nupcial como prenda de su castidad al mostrar su sangre de rompimiento.
«¡Que horror!… ¡piedad señorita díganos si aquello será causa de un inmenso dolor!… ¿qué pasará si no sangramos?» otra vez el alboroto reinó en el salón de clase.
—¡Orden señoritas! o tendré que aplicar castigos.
Continuará…