En memoria del decano de la radio, Salvador Ochoa Juárez, fallecido este miércoles 13.
Nació en esta ciudad capital el 10 de junio de 1929, en la calle Andrés Quintana Roo, casi esquina con la Avenida del 57, a la que inexplicablemente no se le llama callejón, cosa que sí sucede con su vecino callejón Leona Vicario. Quizá esto se debe a que Quintana Roo es más ancha y menos tétrica, como la que lleva el nombre de la talentosa esposa del Insurgente Andrés.
Salvador Ochoa es hijo de un administrador de haciendas y ranchos, originario de Apaseo, y su madre era de El Romeral, Corregidora, formando una familia de nueve hijos. A los cuatro hijos les tocó vivir la Cristiada, razón por la cual cursó la primaria en escuelas particulares clandestinas de la Iglesia, como la de Santa Ana, San Antoñito y la del padre Carlos García, en la gran manzana de Ezequiel Montes, Hidalgo, Morelos y Ocampo.
Después, dicha institución se convirtió en el Centro Educativo, antes de que éste se fuera a la calle de Allende Sur. ¡Todavía vio con sus inocentes ojos muchos templos cerrados, en esa guerra que llenó de sangre a México!
La secundaria y la preparatoria las realizó en el Colegio Civil y la carrera de Derecho en la entonces Universidad de Querétaro, en la generación de 1957, teniendo como entrañables compañeros a su majestad Alejandro Esquivel Rodríguez, Leobardo Granados, Roberto Velásquez Olvera La Viruta y Gustavo Velásquez Vega El Pajarito. Sus grandes pasiones fueron el béisbol y los toros, siendo seguidor de Lorenzo Garza. Jugó béisbol con el equipo de Santa Ana y luego con el de la Universidad, en los áridos campos de Carrillo, Parques Industriales y el viejo San Pablo. Siempre jugó de pitcher y el equipo de sus amores no fue el de Los Yankees, como lo era de todos los escuincles de la época, sino Los Astros de Houston. A nivel nacional admiraba a Los Diablos Rojos de México, asistiendo a varias finales en contra de Los Tigres, en el viejo parque del IMSS, en la ciudad de México, acompañado de sus amigos beisboleros, como Hitler y Roberto Velásquez y el primo de ellos, Gustavo Velásquez, además de Andrés Garrido Mendoza El Tabaco, quien llevaba en brazos a un chinche escuincle de cuatro años que no dejaba de chillar durante todo el partido, haciéndolos perder concentración y que sólo se callaba cuando El Pajarito le daba papitas fritas en el hocico. Hoy parece que ese caón chillón es cronista del estado de Querétaro.
Su paso por el sindicalismo y la CTM sucede hasta 1979, cuando llega como gobernador Rafael Camacho Guzmán y lo invita a formar en Querétaro el Sindicato de los Trabajadores de la Radio y Televisión (STIRT), organización a la que se oponía el dueño de las radiodifusoras queretanas, el general y ex gobernador Ramón Rodríguez Familiar, quien decía: “Aquí en Querétaro no puede haber sindicato porque sólo hay dos difusoras, la XEJX y la XENA, y no hay capacidad económica para una tercera”. Yo recuerdo que ya existía la XEXE, allá por el Auditorio “Josefa Ortiz de Domínguez”, Radio Capital, pero eran subterfugios del general, que además era el Oficial Mayor e Intendente de la Secretaría de la Defensa Nacional.
Salvador Ochoa Juárez trabajaba en esa época en la XEJX, Radio Dólar, donde duró treinta y nueve años, desde la seis de la mañana, cuando abría la programación con un sabroso y romántico espacio denominado “Buenos días, dulce estrella”, que era una delicia con las canciones en español de todos los tiempos, como las de Raphael, Julio Iglesias, José Domingo, Camilo Sesto, José José, Danny Rivera, Elio Roca, Sandro y otros grandes. Pero Ochoa prefería sobre todos a Lupita Palomera.
Con el líder local con quien comenzó su carrera sindical, fue con el inolvidable Antonio Domínguez Trejo, líder de la CTM, pero al paso de los años lo sustituyó don Ezequiel Espinosa Mejía, de quien llegó a ser consuegro.
La grilla sindical los alejó un poco cuando se da la sucesión de éste y se forma la Sección 1, de la que don Salvador forma parte. Su líder nacional eterno del STIRT fue Netzahualcóyotl de la Vega, achichincle de don Fidel Velázquez. Finalmente, como en las radiodifusoras no hay jubilaciones, le dieron una liquidación miserable, que en un dos por tres se acabó.
Su mejor maestro fue el rigorista licenciado Francisco Rodríguez Aguillón y su mejor amigo el fallecido Viruta Velázquez. Su compañero de generación más flojito era Ángel Ríos. Cuando transmitía los partidos de futbol de los Atletas Campesinos y del Querétaro, en compañía de Alfredo García Vargas y Rafael Briceño López, recibía insultos de un cantinero apodado El Ratón, quien gritaba a todo pulmón desde las gradas: “esos locutores borrachos son… amigos”. Diría lo anterior porque el maestro Ochoa se metía en compañía de aquellos dos al bar Mi Despacho, ubicado en Ezequiel Montes y Morelos, en un espacio muy reducido, a grado tal que si querías orinar, le avisabas a los parroquianos para que no les salpicara el ácido úrico en sus beberecuas y botana, la cual consistía únicamente en calditos de camarón, los que apenas empezaban en ese Querétaro parroquial.
Ya luego, cuando fue diputado local se metía los jueves de pleno en una cantina de La Cruz, llamada Lecumberri, que ofrecía muy buen chamorro, acompañado por los inolvidables occisos Juanito Landeros y Juan Ocampo.
Su mejor jefe fue don Juventino Castro Sánchez, quien lo hizo director de Tránsito del Estado. Me cuenta que un día que lo fue a visitar a su oficina el bromista del licenciado Jorge Hernández Palma, le robó juegos de placas para bicicleta, de reducido tamaño, con el objeto de repartirlas a todos los ganapanes que estaban friegue y friegue al gobernador y secretarios pidiendo placas chiquitas, es decir, con número de baja denominación, como UNA-001, UNA-002, lo que significaba que eras gente importante. El gobernador Enrique Burgos acabó con esta especie de discriminación vial.
También se desempeñó como secretario del Ayuntamiento de Querétaro con el alcalde Alejandro Esquivel Rodríguez, entre 1967 y 1970, y otros cuatro presidentes municipales, como don Ricardo Rangel, el mismo Juventino Castro y el profesor Luján. Ya había sido en 1960 juez de primera instancia en Cadereyta, pero no lo dejaron ser presidente municipal de Querétaro.
Vivió sus últimos días rodeado de sus siete hijos y dieciséis nietos, en su eterna casa de Juan Escutia, gozando de su buen nombre y del respeto que le tenemos los queretanos de bien.