El joven y adinerado José María Diez Marina, que durante años su familia ha tenido vaivenes como comerciantes importantes, busca desposarse con la hija de nada más que el Cavalier Juan María de Jauregui Canal, octavo Marqués de la Villa del Villar del Águila, un suceso que en propio le tendría que cambiar de su vida por completo, no solo por la aspiración a tan alta envergadura de corte, sino a la inquietud de que, al mando de su corazón, no hay quien les logre disponer de otra cosa.
Tanto José María como María Concepción Fernández de Jauregui Villaseñor llevaban ya varios años tratándose, enamorándose, buscando dentro de sus familias el lugar propicio para que se diera la relación, pero que de algún modo no añejaba el gusto del joven abogado con el flamante descendiente de la Villa —la familia de mayor caudal financiero del Querétaro de la Nueva España—.
Un abolengo de casta como esta estirpe distaba en poco tener la posibilidad de emparentar, pero en las cosas de mancebos y mozas el amor está por encima de las familias, o así se pactaba realizarse, los jóvenes estaban seguros de que sus vistas en el rosario de la Parroquia de Santiago, era posible lograr establecer un acercamiento con el Marqués.
Se sabía José María un hombre letrado — estudios en la Universidad Pontificia de Salamanca le hacían el más que portado de sabiduría y conocimiento necesario, se llama porque se liga a la de España propia, aunque está en la gran ciudad de México— así que lograr la aprobación del Marqués no le parecía en sí distante de ser logrado.
La entrevista en la casona adyacente al barrio de la gran palma le deja sin espavientos, una rimbombante casa palacio de estucos y regordetes remates barrocos, así como estofados de oro en cada cantera expuesta, ángeles y serafines custodian la entrada al salón principal que brilla en amarillos albos de luz y destello, de fondo una recta alfombra de carrizo rojo le dan el pasto de piso al joven abogado, ataviado a la usanza de universitario españoles, así como su beca de grado y una lustrosa capa de forma en negros y azabaches.
El Marqués le recibe con todo el protocolo de una corte peninsular —común en estos tiempos— le marcaron el paso a la presencia para hacerle saber el contrato al que se debería adherir por ser un simple habitante sin rango ni nobleza en su sangre, solo por realizar la cohorte a la hija de tan logrado linaje.
La tradición dicta que el padre —Marqués octavo— debe conceder al visita, en las horas de oración —después por supuesto— para que logre hacerse de la atención de la chica, la cual le devolverá el saludo con una simple mirada, si ella así lo desea hacer, una vez se dicte el proceso del contrato de visita a la hija, debe lograr juntar el total de los logros económicos para hacerse del “vate” —un permiso de contar con el suficiente conjunto monetario en oro para que pueden pensar en un plan futuro— una vez se le informe al guarda libros de que existe sustancia propia de igualar la dote, el joven mancebo logra hacerse del interés del padre, para poder hablar ya de negocios y de futuros planes para lo que así les convenga a las partes.
Y ahora José María solo ha logrado hacerse de la atención de la audiencia del Marqués —aunque la hija y él llevan varios meses de malabares y cúspides pasionales— no está por demás saberse nervioso ante tal encrucijada.
Después de la reverencia a la estirpe y saludar al escudo del añorado Marqués primero, se le recrimina:
—¡Que sea suyo y de verdad que el joven que se presenta está en la calidad de observado por tal caridad y bienestar del padre Don Excelentísimo Cavalier Juan María de Jauregui Canal, octavo Marqués de la Villa del Villar del Águila! que sea suyo y se apremie ante la estirpe.
El joven bajó la cabeza, tomó el filo de la capa se la colocó en su sien, hizo una genuflexión y posó su pie derecho detrás del izquierdo, una vez realizado alzó la mirada y de antemano esperó la lectura del convenio:
«… que se le decline y aperciba de lo siguiente: que de revisar y atender de lo propio de la familia de quien se presenta José María Diez Marina, bautizado el 20 de julio de 1776, hijo de Don Francisco Diez Marina Gutiérrez Agüero y de Doña María Luisa Solar de Llera Ruvalcaba hija de María Ana Llera Vayas de linaje Entrambasaguas, Cantabria reino de España… que se le informe que solo por este linaje se le ha permitido audiencia… en uno de los criterios fundamentales del Cristianismo, la religión oficial del Estado español. La única verdadera, la católica, apostólica y romana, se le permite al joven oficiar audiencia para lograr la atención del Marqués ante tal osadía de lograr hacerse de la vista de su tan amada y cuidada hija, de quien su idea y sueño es desposarle con caballero tal de linaje y no de cualquier “marrano” de linaje no concordante… que sepa que no es el único varón que desea esposarle, que de sí, nobles y plebeyos de linaje y con corte adherido al reino español, se le han oficiado diecisiete audiencias de solicitud de vista de la hija ya antes mencionada, que de negarle tal visión sea apercibido al garrote de no concederle dicha disposición que de aquí emane…»
—¿Le ha quedado claro joven José María Diez Marina? ¿que sea punto de entenderse tal dictamen?… ¿le comprende en su totalidad?
—¡Sí mi señor! —aún en reverencia.
—Que el insigne Marqués le ha dado la audiencia, será escuchado y vencido ¡según sea el caso!
Ante tal invitación —sería un sí de las intenciones, o al menos eso se pensó— el Marqués dejó que se acercara y juntos caminaron hacia el salón de invitados, un azul intenso de tapices con colibríes dorados, sillones de enamorados —seguro para las siete hijas del Marqués, solo que ahora la atención de los diecisiete pretendientes está para María Concepción, así que el privilegio depura la ocasión, un conjunto de sirvientes le hacen la vuelo al Marqués, a lo lejos un sonido de clavicímbalo hace de fondo, sonidos le acompañan a la caída de grandes y frondosas fuentes de gordas aguas, la ocasión del ambigú son tortitas de crema con salmón y un vinillo que de corriente no tiene nada ¡el mejor para la ocasión!
El Marqués rompiendo todo el protocolo se levantó, corrió a la servidumbre, le dio indicación al músico que continuara, pero que por favor interpretara coplas y algunas cancioncillas pícaras —de las cuales el Marqués era seguidor ya que las escuchaba en los sucios hostales de la salida a la camarilla del Río— a lo que el músico con gusto comenzó las coplas.
El propio Marqués sirvió los vinillos finos y le dio la copa al joven José María que aún no atinaba a reaccionar…
—¡Anda no os hagáis el que no disfruta su persona! semejante manjar de coplas ¡escuchadle! jocosas a más no poder —mientras las cantaba con entusiasmo—.
El joven abogado tomó la copa con estilo y le hizo saber de que algunas coplas se las había escuchado a un joven vinatero de la barra de la antigua casa del ahorcado, pero que en sí no les había puesto demasiada atención a tan libidinosas rimas.
—¡Anda! que no se haga el sumo y casto!… también fui joven, mancebo e igual andaba tras los fondos de las campanas de doncellas, así de cuento como usted joven litigante.
—¡A su salud señor Marqués! a que la vida le premie como le ha venido haciendo a toda su estirpe, por las glorias de sus hijas y por la usted mismo mi señor.
—Pues que así se mire ¡salud!
Una vez comenzó el músico a interpretar solo melodías de coplas, pero ya sin rimas, el Marqués acercó la botella, sirvió de más por la señal y educación del límite permitido por el protocolo —ante la admiración de joven—.
—¿Cómo a cuantos años de viejo usted cree me encuentro? — le esbozó la pregunta.
—¡No le comprendo Marqués!
—¿Qué tan viejo me veis?
—Pues le miro cercano a unos cuantos treinta y cuantos más… ¡no muchos!
La risa no le dejó de decir y la carcajada se convirtió en un dolor de estómago del Marqués, a quien, a la calma, se le logró contener para continuar con la plática.
—¡Qué visión tan osada! ni mi mujer me habría dado tanto cabrío de animación ¡bárbaro! pero mira que de bien me has caído ¡anda arrima el vidrio fino para más vinillo!
Así, a tertulia comenzó y se despidió ya entrada la noche, el Marqués terminó con el espíritu satisfecho de alegorías y formas, el joven José María aún no terminaba de adentrarse en rectitud, debido a que el exceso plagó de mareos e indomables ajetreos el salón mismo, se dirigió a la calle que corona tan palaciega casa y desde un balcón le miraba María Concepción, intrigada del resultado de sus andares con su padre.
El abogado alzó su rostro hacia el balcón, con una mueca le hizo reverencia —que casi le cuesta el equilibrio— se dirigió hacia el portón —que le esperaban los sirvientes para despedirle— y salió a la calle ante alegres comparsas y cancioncillas que esa noche esgrimió ya con naturalidad.
—¡Ah que Marqués tan adyacente! ¡que viva la vida!… ¡la buena noche para usted señor sereno.
¡Un garrotazo en la cabeza le desmayó!
Solo a penumbras observó unas sombras que le levantaban y subían a un carruaje —que vivos brillos dorados distinguió— todo se volvió de oscuros azules.
El banco de acusados del francés Raphael Moreau —en el santo oficio de la Nueva España— había ocasionado problemas contundentes a la corona, un pensamiento libertario de las llamadas colonias, el saberse dentro de un proceso social de vanguardia era ya el de encontrar jóvenes prospectos para aligerar la carga de una corona que no pone atención al orden, solo al sistema tributario.
La acusación era seria:
«… que se le haga saber de lo contencioso de sus acciones para propagar la idea de obtener una libertad de pensamiento y acciones, desalineados por total del pensamiento de orden y administración de los bienes de este reino de ultramar, mismos que se aplica el delito de sedición como el principal que otorgue como aplicación de pena capital ¿qué de decir del acusado?…»
Se sabía que iría al cadalso, así que opinión que emitiera en nada disminuiría la sentencia:
«…que de mi persona solo exhibiera el descontento de la mayoría de los de aquí, que de descontento con la justicia hacia un solo lado y que las injurias que como pensamiento hemos sido cobrados con sangre cada inequidad, que de saberse que ahora perezco, pero que de futuro se levantará otra voz, que ya no estamos separados, que nos une la atención de un orden, de un concepto único que regirá estas y otras tierras…»
Al llevarlo hacia la arcada en donde de centro le aguardaba el alguacil con su comitiva, solo sintió un pequeño jalón de cabellos…
¡Un garrotazo en la cabeza le desmayó!
Solo a penumbras observó unas sombras que le levantaban y subían a un carruaje —que vivos brillos dorados distinguió— todo se volvió de oscuros azules.
Continuará…