En 1979, viajé con una amiga a Toronto. La acompañé a saludar a su madre, una española exiliada. Todo me fue difícil, comenzando con una larga estancia en el aeropuerto donde los agentes aduanales nos retuvieron por un supuesto tráfico de personas. Canadá había endurecido su política migratoria y a esos hombres les pareció que el propósito de mi amiga era introducirme como un inmigrante con intenciones laborales. Tras una acalorada discusión, nos abrieron el paso. Mil disculpas me pidió por tan incómodo trance. Pero lo peor vino después: el clima era insoportable dadas las crueles temperaturas de aquel invierno. Recuerdo que una tarde me sugirió salir a caminar por el elegante barrio judío. Empezó a nevar. El frío nos quemaba el rostro. Cómo regresar al cálido departamento de su madre. ¿Un autobús? Ni soñarlo. Me vino a la mente Siberia y la capacidad del ser humano para sobrevivir en tan adversas condiciones para la vida.
Finalmente, volvimos a nacer en una cafetería donde reinaba el silencio de un grupo de viejos solitarios. Fue el preámbulo de una cena de navidad que compartimos con la hermana de mi amiga y sus compañeros docentes de la Universidad de Kent. De pronto, uno de ellos me preguntó si yo era judío, con tal énfasis como dando por hecho que lo era. Respondí que sí para evitar un alegato innecesario y porque no se me da el antisemitismo ni de lejos. Algo en mi apariencia lo indujo a esa intuición. Si me viese ahora lo aseguraría. Me he reparado para acudir lo menos posible a la ‘estética’ como le llaman y menguar el riesgo del contagio.
Después de haber visto varios documentales sobre los Campos de Concentración Nazis y observado a los sobrevivientes con la piel descarnada, adherida a los huesos, los ojos hundidos, con apenas un soplo de vida, sí que lo parezco. Me veo en el espejo. Y viejo vulnerable que soy agradezco la luz de cada mañana, recordando aquel “principio de privación relativa”. Pues que ni la pandemia ni el trágico gobierno encabezado por un impío e inepto como el del falso redentor, pueden compararse con aquel episodio que exterminó a seis millones de seres humanos.
¿Alguna vez Hitler se vio en el espejo de su infinita crueldad? ¿Alguna vez se ha mirado en él, espejo digo, el de Macuspana para tomar nota de su mendacidad desenfrenada y buscar un diván dónde sacudir la conciencia? ¿Alguna vez sus secuaces habrán abierto los ojos ante el espejo para vislumbrar el engaño o han caído en el más hondo abismo de ceguera e, invidentes ya sin remedio, seguirán adorando a ese ídolo de barro? ¿O continúan, incrédulos, retando a la muerte? Muerte por contagio. Muerte por irresponsabilidad.