Lo visito en su lecho de enfermo, cercano a su partida. Pues de leucemia se trata y no de otra cosa, como lo diagnosticó algún maledicente. Me duele verlo postrado, indefenso como un pájaro herido. ¿Dónde quedó aquel hombre poderoso, infatigable, que lo tuvo todo? Habló poco en aquella ocasión. Si acaso para preguntar: “¿cómo va mi doctor?”, aludiendo a mis estudios de posgrado que cursaba en la UNAM gracias a sus buenos oficios. Bien, le respondí. Su voz había perdido fuerza, pero no calidez. Su rostro estaba pálido. Como un cirio. La nariz de águila inquieta parecía haberse afilado. Me despedí pronto para no agobiarlo. Al salir pude observar un retrato de Juan Pablo II, a quien admiraba.
El maestro Ramírez Álvarez nació en cuna humilde, allá por el barrio de Santa Ana un 12 de diciembre de 1920. Desde muy joven se resistió a seguir los pasos de su padre, un artesano, y de su hermano José, un prelado de la iglesia católica. Eran otros sus designios: la abogacía, el periodismo, la escritura. Paso a pasito, esculpió su ethos y, por qué no, su leyenda, la de ser diferente entre los diferentes. Con talento y perseverancia. Se hizo a sí mismo, sin asidero alguno. Venció los estigmas que tatuaron su existencia: su condición indígena y una intimidad para la que mojigata sociedad queretana solo tenía una respuesta negativa. ¿Una persona inaceptable? Pero burló toda aquella cochambre moral con inteligencia desafiante. Dirigió periódicos, litigó con éxito en asombrosas causas penales. De la estrechez saltó a la abundancia ostentosa: los trajes de seda, las corbatas extravagantes, las alhajas, los relojes finos, el coche último modelo. Todo un tanto Kïtsch, oscilante entre el mal gusto y la elegancia fallida. Una provocación. Su hazaña mayor: la rectoría universitaria, en la que brilló como nadie gracias a la construcción de la ciudad universitaria. Fue un educador cuidadoso que jamás contaminó con su fascinación por la vida marginal de los lupanares. ¿Que fue compadre de quien administraba uno de ellos? Sí, nunca lo negó. Allí están sus Memorias como constancia honesta de aquello que fue refugio, un espacio donde no era mal visto, donde podía sentirse cómodo y no rendir cuentas a nadie.
¿Cómo nos acercamos? Mis recuerdos se pierden en la bruma del tiempo. Tiempo de respetuosa amistad. Comí en su casa; cenó en la mía, platillos que Diana Bailleres preparó con delicadeza culinaria. Un pollo aderezado con Garam Masala que ella misma horneó.
Lo admiré y sigo admirando. Con una gratitud sin confines. Por lo que aprendí de él, de sus elocuentes lecciones, de amor al terruño: un mar de crónicas habladas y escritas. Líneas de conocimiento y reconocimiento de lo que somos. Tradicionales y modernos. El patio barroco y la ciudad universitaria. Nuestra cerrazón y nuestra pluralidad hecha a golpes de martillo, inacabable siempre.
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No puedo pasar por alto aquella serenata que Diana y yo le llevamos un 12 de diciembre. Ella con su hermosa voz de mezzosoprano, le cantó “A mi manera”… acompañada por el teclado de Tato Dorantes. “Ya ven he sido así… porque sabrás que un hombre así conocerás por su vivir…”. El maestro y amigo estaba feliz, como si ya hubiese olvidado el oprobio que había caído sobre él. Se mostraba reconciliado con la vida, en una especie de éxtasis edipiano. Nada reprochable. Pues que Edipos somos todos. Nuestro guadalupanismo lo denota. Esa advocación es la sustancia del catolicismo mexicano. Ella, la que hoy derrama sus lágrimas sobre su manto de estrellas por tanta desgracia que nos aqueja.
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“Lupito” no. José Guadalupe se llamaba ese gran señor. Bueno y generoso cuyo recuerdo anida en nuestro corazón. Señor centenario, paradigma de un vivir personalísimo. A su manera. Como si hubiese escuchado al oído aquello que Alfonso Reyes le aconsejó a Xavier Villaurrutia: “viva usted como tiene que vivir”. La admiración a Juan Pablo II tal vez se deba a aquella expresión “México siempre fiel”. Así, José Guadalupe Ramírez Álvarez, siempre fiel a sí mismo. Fidelidad entreverada de sufrimiento y dicha.