Se acerca el fin de un año, no sólo atípico, sino catastrófico. Diciembre es un mes de celebraciones y esperanzas, de memoria y tradición, pero también de renovación de costumbres ancestrales, de recuerdo y prospectiva, tiempo de tregua y de paz.
La cultura es el hilo conductor de la existencia, por el que la comunidad humana transmite sus deseos más íntimos, su peculiaridad espiritual, a las nuevas generaciones. En las capas antropológicas de la historia, el año de 2020 quedará marcado muy claramente por las crisis provocadas por la pandemia, los miedos e incertidumbres, los aciertos y fracasos, las esperanzas y las desilusiones. Entró un nuevo aditamento en nuestro guardarropa, la mascarilla o cubrebocas, que, como la corbata, será parte de nuestra cotidianeidad, así como la fragilidad de la vida y la contabilidad de la muerte. Este año perdí cinco amigos cercanos y dos queridos familiares, pero estamos vivos y hay que celebrarlo sin culpa.
El año que se aproxima es una gran incógnita: ¿Hasta cuándo terminará la pandemia? ¿Cuántos empleos más se perderán? ¿Se reactivará la economía? ¿Cuáles serán los saldos derivados de la crisis económica, social, cultural y política? Esto lo sabremos hasta que se calmen las aguas procelosas del 2020.
La estructura de toda la sociedad descansa en los valores, leyes y normas, escritas y no escritas, que la unen y ligan a sus miembros. La cultura participa en la vida y el crecimiento de la sociedad, así como en su destino, su estructuración interna y su desarrollo espiritual.
La consolidación de tradiciones y celebraciones, como las del último mes del año, contribuye a la estabilidad social y ésta a la gobernabilidad. Por ello, es una paradoja, plantear el aislamiento para detener el curso de la pandemia y, a la vez, pretender la paz social. Es casi imposible detener el impulso cultural de las celebraciones decembrinas. Identidad, tradición, valores y espiritualidad confluyen y se hacen presentes en cada reunión, en cada convivio, en cada hogar, en cada comunidad que las renueva, pero éstas alcanzan su expresión más alta en el arte y en la emoción estética. Según Freud, sería la expresión de la sublimación de las pulsiones, la salida más airosa a las tensiones de este año de pandemia y muerte. Olvidemos por un momento los polos irreconciliables de la ideología política y de la adversidad y demos lugar a la literatura, a la música y a la creación artística.
Desde antaño, los antiguos tenían la convicción de que la cultura constituye el eje espiritual de una nación. Los valores culturales toman cuerpo, entre otras artes, en la literatura, que expresa con la palabra el sentir de un pueblo. Esto viene a colación porque recuerdo que algunas veces asistí, invitado por mi maestra Olga Pellicer, a la casa de su tío Carlos Pellicer, al Nacimiento que, año con año, decoraba un salón grande de su residencia y para el cual también creaba un poema, como el que ahora comparto, para paliar, en lo posible, a través del arte, los efectos adversos del 2020.
Jesús, te has olvidado de mi América.
Carlos Pellicer
Ven a nacer un día sobre estas tierras locas
¿No basta odiarse tanto? La fe que tú decías
Aún no arde su hilo de luz en nuestras bocas.
Es un magno crepúsculo tras un fondo de rocas
Sobre las fuentes negras crecen las lejanías…
Danos una mirada por nuestras melodías
Enciéndenos los ojos y sella nuestras bocas,
Que no haya “discursos” sino actos perfectos.
Yo sé (aunque no lo digas), que somos predilectos…
¡Huracanea un riesgo que hasta tus plantas grita!
¡El amor será inmenso! ¿No basta odiarse tanto?
Sobre las playas tórridas tu ola azul se agita
Borrando signos turbios y acantilando un canto.