Las campanadas del templo del Carmen marcan el comienzo del nuevo día, el frío de violáceos destellos hace de la mañana un espectáculo digno de cualquier teatro, el sol apenas da presencia y la ciudad es ya un hervidero de gente.
¡Todos se dirigen a misa de siete!
Se ha corrido la voz de que un hermano carmelita cuenta con “poderes de sanación”, sí como lo escucha, puede curar enfermos, hacer que los ciegos vean, que los cojos caminen y me han dicho que hasta logra salvar los matrimonios ¡por supuesto que voy a verlo! ya mi Chon tiene días que no me habla, no me toca y menos, que me diga cosas bonitas.
Esta mañana ha sido diferente, todos los feligreses se han quedado impactados de dos cosas ¡las cuales no quiero ni siquiera decir! … ¡la imagen de la Virgencita de Guadalupe ya no está!… y no es de que alguien se la haya robado ¡no! ¡no está la Virgencita!
Ya sé que pareciera algo fuera de la razón, pero déjame explico, la pintura en donde todas las mañanas en la misa hacemos el santo rosario ¡ahora no está la imagen! está el marco dorado claro, el fondo de tela, los angelitos al pie de su imagen, el resplandor de fondo ¡pero ella no está!
¡En su lugar hay solo flores!… ¡rosas!
De principio cuando veíamos como que no lo alcanzamos a pensar, pero de pronto uno se acerca y esperando verla ¡solo rosas! sí de verdad, aromáticas y perfumadas flores. He visto que se desmayan, se ponen a llorar ¡es como si hubiera dejado un rato su pintura y se haya retirado! pero ¿cómo?…
«…¿¡por qué nos dejas Madre nuestra!?» grita la gente llorando.
Era de esperarse que toda la ciudad en una hora tan temprana corriera a ver tal prodigio ¡de todos lados llegaba gente corriendo! ávida por cerciorarse de lo que se corrió como reguero de pólvora por toda la pequeña ciudad.
¡Sí esa de grandes arcos y frondosos bosques que la rodean!
El tumulto era tal que no había cabida para un alma más, desde todos lados se clamaban voces “¿en dónde estás María? ¡madre ven!” el gentío asfixiaba a quienes ahí estaban. ¡Tuvieron que llegar los alguaciles para apaciguar a la gentuza que ya se contaban por de cientos! unos traían a sus niños para que lo vieran, otros gritaban llorando de desesperación, esperaban que algún carmelita saliera a dar alguna explicación ¡tampoco estaban! ¡por Dios que desajuste! llegando los alguaciles con el uniforme —aún de los dragones de la antes España— los carabineros con el sombrero raro daban instrucciones.
—¡Anda pelados hacerse un lado! llegó la autoridad, vamos viendo… ¡vamos viendo dije! —les azuzaba el gendarme mayor — ¡ah la puerta abrid! — mientras tocaban en el gran portón del lado de la entrada al templo—.
¡No le contestaron del otro lado!
—¡Derribaremos la puerta si no abren! ¡vamos viendo dije!
A empujones lograron hacerse de la chapa de la puerta pesada y los gendarmes entraron… — ¡que nadie más pase mozalbo! — le ordenaba al último guardia ¡que entre empujones! era despedido por la chusma, a su vez recuperaba su sombrero de autoridad que ya le habían tumbado.
—¡Eh! hermanos ¿qué habrá alguien aquí? — retumbada su fuerte voz por lo largo de los pasillos, de unas curvas escaleras que llevaban al nivel superior ¡los rugidos de la gentuza a las afueras del templo resonaban en llantos e incertidumbre! no daban pie a ser escuchados.
Por el pasillo de enfrente se acercó una esbelta y alta figura ¡el hermano carmelita barbado de fina garganta! aquel de la fama de tener del don de la sanación —obsequio de pocos— que los atendió de manera cariñosa.
—¡Sus mercedes buenas vivas! ¿qué ajetreo vivimos a fuera de nuestro espacio? díganme ustedes sus señorías ¿con quién tengo el gusto? —mientras lo hacía tomaba la mano de cada uno de los gendarmes, con su otra mano el hombro mientras les daba un apretón—.
La manga alta de su túnica le tapaba el dorso de sus manos, pero uno de los gendarmes alcanzó a verle unas lastimaduras en su mano derecha —que alcanzaba a cubrir con una improvisada venda— un pequeño resquicio de sangre se le miraba ¡un tallón profundo!
—Hermano, perdone usted la impertinencia, es que hemos recibido la noticia de un robo de una pintura de este recinto ¡la gente afuera ha perdido la razón! sabemos de lo importante de las obras artísticas que ustedes poseen y no deseamos que algún rufián se hiciera de algunas de ellas… ¡si nos dejara pasar para observar que pintura es la que falta! la muchedumbre no nos ha dado paso.
—¡Pasen ustedes señores!
Entrando por la parte izquierda se observa un pasillo paralelo al cuerpo de cruz del templo advocado a la Virgen del Carmen, siguiendo delante se llega a un reingreso y se observa del lado izquierdo el altar, delante de ellos una hermosa pintura de rosas.
¡Solo rosas!
—¡Qué hermoso detalle de realidad de esta pintura de rosas hermano! — mencionaba el principal de los gendarmes— pero dígame, ¿cuál es la pieza que falta?
—Desconozco de que pieza de arte me hablan, aquí han de saber ustedes sus mercedes, no contamos con tallas valiosas, finos copones o elegantes ropajes ¡no! somos una comunidad de hermanos que atiende a sus fieles con profunda caridad y cercanos a la pobreza.
El hermano carmelita caminó y se dirigió delante de la muchedumbre, por unas simples escaleras alcanzó a tomarse la parte de su manto para evitar pisarlo, levantó su rostro afilado y les dijo:
«… ¡anda hermanos retiraos! aquí no ha pasado tal prodigio que sus ojos ansían que suceda, anda retiraos a sus casas y nos veremos mañana a primera hora ¡id en paz!»
La gente no dijo nada más, se retiraron y estuvieron tranquilos.
¡Pero de pronto se sintieron fuera del templo! comenzaron a dar a conocer toda la noticia por los lares y regiones cercanas, haciendo de aquello una verdadera noticia ¡la Virgencita de Guadalupe se había salido de su imagen!
Octavio y la pandilla de chiquillos que se había apoderado de la bolsa de confitones —que previo plan habían conseguido arrebatarle a Don Idilio, el dulcero que tenía su puesto dentro del espacio de las capillas anexas al monumental convento de San Francisco— ya habían repartido el botín, se dirigían a sus casas para disfrutar tal festín.
Recordemos que Octavio vive en el teatro que llaman Iturbide —nadie sabe cómo llegó el chiquillo a ese lugar— ¡pero le ha caído bien! le limpia y cuida como el que más y afana constantemente el descuidado recinto —que lleva años sin utilizarse— una vez se preparó para tal ocasión —la de comerse su parte— cuando descubrió que se acercaba su amigo el hermano carmelita —aquel de dulce voz— quien le había ayudado a obtener su parte del botín en tan elaborado plan.
—¿Qué acaso no me corresponde por derecho una parte de lo que obtuviste? recuerda Octavio que lo hicimos juntos — le menciono el joven de afilada garganta.
—¡Claro que sí hermano! por que… ¿te puedo decir así verdad?
—¡Tu dime así!
Los dos decidieron comer solo un poco de tan ansiados dulces, platicaron mucho de todo ¡de las estrellas! las travesuras, ¡de ir un día a pescar a tan brioso río! seguros estaban de lograr un buen pescado. La tarde les tomó por sorpresa y era menester retirarse, el frío de esta gélida pequeña ciudad es duro ¡cala en los huesos! pero si te abrigas de más ¡te abochornas!
—Hermano ¿qué te pasó en tu mano? —haciendo referencia a unas lastimaduras que observó Octavio.
—Me las hicieron unas personas que creyeron era lo correcto.
Enfurecido el chico —con su vivaz inocencia— se levantó y le indicó al hermano carmelita ¿qué quiénes eran? que él y su pandilla los tomarían, los llevarían hacia el calabozo —¡para que paguen lo que te hicieron! — el religioso le tomó de su mano y le dijo:
—¡No es necesario amigo! ellos no sabían lo que hacían.
La turba que había dado a conocer aquel prodigio de que la imagen del templo carmelita se había convertido en rosas, daba lugar a las poco elocuentes hipótesis del respetable. Dentro del mercado anexo al atrio de las capillas anexas —aquellas hermosas y suntuosas como la de nuestra Señora de Loreto— la chusma comienza a formarse una idea de lo ocurrido:
«… debemos de avisarle a nuestras autoridades ¡sea una señal de que somos pecadores! ¡arrepentíos!» otras tantas cercanas a ya un aviso del fin de los tiempos: «¡se acaba el mundo! moriremos y no seremos capaces de salvarnos!» lo cierto es que la gente estaba ya perturbada de tal signo, sin describir que un profundo pesar y una latente tristeza, hace mella en el corazón de los habitantes de esta pequeña ciudad.
¡La ciudad se llenó de una gran pena!
Octavio y el hermano carmelita decidieron caminar por las calles —haciendo sí un poco omiso el alboroto causado por el hecho contado— así que tomaron rumbo hacia la capilla anexa al atrio del conjunto religioso de los franciscanos, se dirigieron a la capilla de la llamada Casa Santa —o de nuestra Señora de Loreto — ubicada a la contra esquina de la capilla de la Tercera Orden —un prodigioso monumento de tres alas con innumerables ángeles de custodia—.
¡La verdad es que Octavio nunca había entrado! aparte le parecía demasiada grande la capilla para su tamaño y siempre había dicho que le daba temor ingresar.
—¡Anda ven por este lado! — le indicaba el hermano carmelita— cuando ingresaron Octavio se quedó sorprendido: tres humildes paredes de tierra estaban levantadas —como si fuera una cueva — por las ventanas se mira una montaña, por la parte inferior un ruidoso río, el piso de tierra y los muebles sencillos, tres sillas de madera con lona de asiento y una mesa finamente cepillada —como si un maestro de maderas lo hubiera hecho— ahí estaba un hermosa señora, preparando cercano a un fogón incrustado en uno de los muros una aromática comida.
Se sentaron los tres a la mesa y la señora le dijo a Octavio:
—¡Que bueno que nos hayas dado la oportunidad de que comieras con nosotros! sabes, mi hijo me ha platicado mucho de ti, me ha dicho que vives solo en un recinto en el que llegaste y que él mira que necesitas un poco de buena comida ¡anda acércate! aún está caliente!
Le acercó la vasija de barro sencilla lena de un suculento caldo de carne con algunas aromáticas hierbas y tubérculos.
—¿Usted es la madre de mi amigo carmelita?
—¡Sí hijo! ¿le conoces bien?
—¡Solo un poco! — sonriendo se atragantaba el pan.
Mientras platicaban las mejillas del rollizo chico se llenaban de un zampón de comida ¡vaya manera y celeridad de tragar! Octavio no se alejaba de su cometido ¡se había hecho a bien no dejar miga alguna ni sorbo en la vasija! mientras lo hacía el hermano carmelita también comía, de manera suave, escuchando todas las historias del chiquillo
—¡Que si le hemos dado duro un buen morrón al carnicero!… ¡que nos hemos llenado de risa la panza de tanto que corrimos por tener el agua a la señora que le tiramos el cubo!
¡Todo era un buen momento en donde el niño se sintió escuchado, atendido! incluso sintió un amor que no había dado a dejarse. Cuando terminó aún suspirando un poco por el atracón, observó las finas manos del hermano carmelita y le dijo a la señora de dulce mirada.
—¿Oiga señora y Usted sabe que a su hijo le habéis lastimado? ¡mirad sus manos están heridas! Él me ha dicho que no sabían quienes lo maltrataban le hacían estas lastimaduras… pero vaya ¡que le han dado duro!
La señora tomó las manos de su hijo, las puso en su rostro, les besó y una lágrima brotó de sus luminosos ojos, rodando por su mejilla.
—¡Perdóneme, señora! pensé que lo sabía ¡tonto que soy!… mire que ha sido recién, aún está viva su carne.
Continuará…