Las campanadas del templo del Carmen marcan el comienzo del nuevo día, el frío de violáceos destellos hace de la mañana un espectáculo digno de cualquier teatro, el sol apenas da presencia y la ciudad es ya un hervidero de gente.
¡Todos se dirigen a misa de siete!
Se ha corrido la voz de que un hermano carmelita cuenta con “poderes de sanación” si, como lo escucha, puede curar enfermos, hacer que los ciegos vean, que los cojos caminen y me han dicho que hasta logra salvar los matrimonios ¡por supuesto que voy a verlo! ya mi Chon tiene días que no me habla, no me toca y menos, que me diga cosas bonitas.
¡La misa la da como si fueran los mismos ángeles! te lleva de un vaivén y logra que tu corazón se alegre, te da una buena reflexión —en veces nos regaña— pero al final, cuando la comunión, logramos mirar en sus ojos una bondad digna de cualquier santo, su rostro barbado y su fina garganta nos hace sentir los mismos aires del nazareno.
¡Por vida de Dios que es verdad!
Cuando termina comienzan las confesiones y es ahí en donde ¡aparece el milagro! vemos como a doña Mary le tocó que se desmayara cuando le dio la bendición, fue ahí donde doña Luchita cayó de boca y le sanó su enfermedad del corazón… ¡es algo que no podemos creer!
Les cuento, el templo del Carmen lleno hasta los patios, su voz de trueno hace que cada una de las almas ahí presentes se contemplen de tan singular elocuencia, sabiduría, el gozo le ha sido otorgado como dones y estoy segura, que cuando muera será santificado ¡lo veo ya en los altares!
Octavio es un niño cercano al teatro Iturbide, no solo lo conoce como la palma de su mano, sino que sabe en donde se encuentra cada una de las salidas, los rincones y todo lo que se necesita para que el lugar opere de buena manera, no es por demás decir que ahí vive —nadie sabe quiénes son sus padres o hermanos— un día él llegó, se metió al teatro ¡y no ha existido alma alguna que lo desee sacar de ahí!
Es risueño y vivaracho como pocos, dentro de las huertas de San Antonio logra escabullirse y darse un buen atracón de duraznos y membrillos, cuando los franciscanos le miran, lo invitan a comer, sea un potaje de pollo o una simple sopa de garbanzos ¡siempre Octavio logra hacerles pasar un buen rato! canta —no lo hace mal— baila, actúa como cualquiera de las zarzuelas que se presentan, incluso es pícaro, se sabe anécdotas que a cualquiera le hacen reír, es como dicen los de los teatros “todo un escénico”
Octavio es delgado, de rostro vivaz cabello crespo y de grandes ojos negros —como el de una oruga vista de cerca— suele no ser tan limpio como los hermanos franciscanos desearan, pero ¿quién lo es en estas épocas? el frío decembrino arremete con fuerza hasta el rincón pequeño de cada casa.
De frente al teatro Iturbide —poca gente sabe que es por el señor emperador, por cierto, querido y amado en estos lugares, porque dicen que un día vino de paso, vio la bella ciudad, le encantó tanto que prometió volver, pero con otro rostro, otro cuerpo ¡como un reencarnado! — se encuentran solo dos casas —señoriales— pero al fondo rumbo al cerro de las peñas que al caer por la noche suenan como campanadas de misa, que hacen que la gente salga de sus hogares ante alguna eventualidad, hay una que otra casa, pero en su mayoría son establos de las grandes casonas de la calle del purgatorio, esas que parecen palacios.
Rumbo al gran río por la calle de la alhóndiga —porque ahí durante muchos años se guardó el grano y la cebada que por estos lugares se sembraba— se logra mirar lo caudaloso del río, que con sus truenos levantan neblina en los días de primavera, pero que en invierno, su caudal es peligroso, es cuando el molino de harina de San Antonio deja de mover sus ruecas y se arremete con fuerza el agua.
¡Nadie cruza el río en estos días!
Octavio es el chico que hace los mandados en estas fechas decembrinas —cuando más se preparan los dulces ponches hechos con caña, naranja, canela y tejocotes— se dirige al mercado enclavado detrás al camposanto de San Francisco —tiene una pequeña cerca que le rodea pero es fácil ver los entierros— ahí uno puede encontrar de todo, frutas secas, mermeladas, jaleas, panes, obleas con cajeta —un dulce de leche quemada— venden a un simple céntimo de real toda una bolsa de confitones —cacahuates bañados en azúcar— si uno regatea a los marchantes ¡hasta una manzana con caramelo rojo logra sacar!
El vigor de la ciudad por el carmelita milagroso ha traído gente de otros lugares a esta pequeña ciudad de calles chimuelas, le decimos así porque grandes espacios hay entre una casa y otra, donde las personas ponen a sus caballos, vacas y cerdos —ya la autoridad lleva años tratando de que la gente no aviente sus orines a los puercos, pero es un problema que no es posible detener— por fin un diciembre con gente que nos visita.
¡La ciudad es un hervidero de gente!
El otro día legó una pareja de esposos con sus siete hijos —desde el pequeño de brazos, hasta un joven que ya ayuda a los cuidados de sus hermanos pequeños— preguntaban por un lugar en donde pasar la noche, a los que varios les dieron indicaciones de dirigirse a la casa de los Pozo —que era la más grande de la ciudad— así lo hicieron.
Visitaban este lugar porque uno de sus hijos esta enfermo, sin saberlo ¡solo se quedaba dormido todo el día y la noche! ellos vienen de la gran ciudad, aquella de palacios y grandes calles que solo dejan pasar a los cocheros. De frente se le miraba como gente educada, no decían malas palabras —comunes en esta ciudad— su trato con las personas era recatado y su coche de caballos lleno de talladas figuras como de seres que no se conocen por estos lados, sin pensarlo dos veces la familia de los Pozo le dieron alojamiento, sin antes hacerles ver que, por la ciudad, tanta gente… ¡ya saben! cobran de más.
El hijo tercero antes de terminar los siete hermanos, pronto se hizo de amistad con Octavio —el chico del teatro Iturbide— de inmediato lograron hacerse de algunas comparsas para que toda una pandilla de niños, puedan hacer de las suyas en tan interminable espacio para correr.
Los padres lograron un tiempo para platicar con el carmelita milagroso, fue una mañana de las que tanto estuvieron por aquí, siendo recibidos por el joven barbado de afilada garganta, les llenó de esperanza el saberse atendidos.
—Pero díganme buenas personas ¿en qué puede un servidor atenderles?
—Padre, nuestro hijo padece una enfermedad que no saben los doctores de que se trata, duerme día y noche, por ello se le ha dificultado aprender a caminar, hablar y ser igual de juguetón que sus hermanos, que valga decirles ¡son unos torbellinos!
El joven carmelita de finas facciones se acercó al niño y le tomó entre sus brazos, luego sopló sobre su rostro y le dijo unas palabras… ¡de inmediato el niño recuperó el color de su piel y abrió grande sus ojos! le tomó sus ahora blancas manos y las besó.
—¿Cómo te llamas hijo?
—Benjamín señor… —¡el padre y la madre no lo podían creer! la mujer lloraba con intensidad y el padre no podía hilar palabra—.
—¿Ven señores? el chico solamente necesitaba un buen abrazo y unas palabras de amor ¡acostumbren a hacerlo todos los días con todos sus hijos! pero con Benjamín deberán hacerlo de más, algunos niños necesitan ser atendidos con más amor del que se le profesa a los demás ¡háganlo y verán que la vida les cambiará!
El padre de rodillas trató de tocar el hábito del carmelita — de color café, llevaba sandalias de pescador— pero el joven de rostro barbado no se lo permitió.
—Vamos señores ¡alégrense por la salud de su hijo! vayan en paz.
—¿Cómo podemos agradecerle lo que ha hecho por nosotros? ¡una vida entera a su servicio por las gracias que hemos recibido!
El joven tomó la mano del padre y de la madre, las unió delante de él y les dijo:
—¡No permitan que nada los separe! su amor es la mejor medicina para sus hijos… ¡para todos! — tomó un pequeño morral y se retiró del cuarto, cuando salió volteó su rostro y les dijo:
«No digan a nadie lo que habéis visto…»
Octavio y sus nuevos amigos han hecho de las suyas por varias de las huertas de los conjuntos religiosos, lo mismo por ende las Clarisas que por las llamadas Teresitas ¡un revuelo ha causado la llegada de esta pandilla! a la calmada ciudad de colosales arcos, que aún traen con fervor el agua a las pilas. Las mujeres de más edad se alegran al escuchar el bullicio de los niños que corren levantando polvo por las empedradas calles del casco principal, pero que al llegar a las de polvo ¡levantan nubes de risas y carcajadas!
Por otro lado, las tías regañonas —que no faltan en esta pequeña ciudad—se dedican a perseguirles con la intención de alcanzarles y darle una buena sacudida de cabellos al insulso que se dejó capturar ¡vaya jalón de orejas que le apremiaron a tan inocente víctima! después de secarse las lágrimas ¡pronto se olvida la lección y se continúa con la carrera!
Al llegar al mercado les espera una osadía premeditada y audaz ¡hacerse de una buena bolsa de cacahuates y confitones a costa del hurto! cosa nada agradable, pero ¿quién en su niñez no lo hizo? así que se dispusieron de un plan.
Dos mozalbetes irían por la parte de enfrente del mercado que colinda con la capilla de La Santa Casa de Nuestra Señora de Loreto, los otros tres irían por el templo de la Tercera Orden —un hermoso cuerpo dividido en tres partes que es el lugar preferido de las viudas— y los dos más —Octavio y Efraín el hijo de la pareja de visitantes— ellos irían por el templo de los Hermanos del Cordón —un hermoso templo de innumerables ventanas que iluminan esculturas de ángeles y arcángeles— todo se reunirían en el puesto de don Idilio, un regordete viejo gruñón que gusta de hacer caer mal a los niños y niñas con burlas de sus facciones o de su tamaño… ¡chaparros, zotacos, tapones de botella! … por mencionar algunos.
Todo estaba previsto ¡a la señal de un silbido el plan sería ejecutado!
Don Idilio sabía —o sospechaba— porque vio a los chiquillos dirigirse a diferentes capillas del conjunto franciscano, un trío por un lado y los demás por diferentes flancos, así que se apercibió de un buen garrote para ¡sorrajarlo en el lomo de cada mozalbete!
¡Un enfrentamiento a morir!
De inmediato los chicos que venían al centro de los puestos por el lado de la capilla de Loreto ¡fueron veloces y pasaron de largo por frente de don Idilio! sin tomar nada, a lo que no le quedó a la víctima aguantar el garrotazo… ¡pero esperaba la segunda arremetida!
Los chicos de la capilla de la Tercera Orden no alcanzaron a correr porque un señor de las verduras bajaba las cajas, así que el plan ahora estaba desarmado, pero Octavio y Efraín raudos veloces, se deslizaron por debajo del alcance del garrote y tomaron la bolsa de confitones, evadiendo cada uno de los palazos que no tuvieron cuerpo alguno de remitente ¡logrando salir victoriosos!
Cuando Octavio salió de mercado no encontró a Efraín, así que supuso lo esperarían en la otra salida ¡para ello don Idilio ya había avisado a los gendarmes! quienes al ver al chico con la bosa en la mano, comenzaron a perseguirle ¡no tardó en salir huyendo de ahí el niño del teatro!
¡Al dar la vuelta por la esquina del puesto que sale a la calle chocó con alguien!… era el joven carmelita milagroso.
—¿A dónde vas Octavio? — con voz suave le refirió una agradable sonrisa.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—¡Yo lo sé todo!… ¡ven escóndete aquí! no te encontrarán— le decía mientras le mostraba un pequeño cajón de madera por debajo de las frutas de aquel puesto—.
Los gendarmes corriendo —a respiro y sollozo—le preguntaron al joven.
—¿No habéis visto a un pequeño ladrón de dulces? un chiquillo de ojos grandes y rostro de inocente ¡pero qué bribón!
—¿Por qué lo buscan entre la gente? vayan y encuéntrenlo en la calle que seguro ahí es donde estará.
Continuará…