Ser viejo hoy “es hablar de una vejez ofendida, abandonada, marginada por una sociedad mucho mas preocupada por la innovación y el consumo que por la memoria”. Escribió el filósofo Norberto Bobbio, a los 87 años, en su libro titulado La Senectud, en el que lamenta que la vejez se convierta en una mercancía que vende a los ancianos en término neutro, risueño, feliz, vacacionando, cuando la realidad es que la mayoría de los viejos están condenados al “Alzheimer social”.
En Querétaro, quizá igual que en otras ciudades, hoy abundan los asilos para ancianos, porque el desprecio hacia ellos es un mal citadino muchos han sido arrancados de raíz del hogar que ellos mismos edificaron, algunos a fuerza y entre reclamos, otros engañados, otros en el limbo y otros hasta gustosos pensando que en otro lugar no sentirán la soledad ni ser un estorbo.
Sólo algunos asilos son identificados como tales, la mayoría parecen ser clandestinos. Casonas, mas que antiguas, viejas, habilitadas, como solían ser los internados para niños, en cuyos cuartos enormes caben cinco, seis, diez o más camas con su respectivo buró, albergando igual a “ancianos” que apenas rebasan los sesenta pero gastados por la vida que entregaron a otros, con ancianos afectados por demencia senil, Alzheimer, o algún otro desgaste neurológico que les impide dormir, que les hace caminar incansablemente o tararear un sonsonete imaginario pero que en cosa de semanas altera la debilitada salud de los que irremediablemente los soportan como compañeros de habitación.
Hay asilos de lujo, de muchos miles de pesos en los que se supone los tratan mejor, pero en los improvisados con cobros de diez hasta treinta mil pesos mensuales, no se ve alguna autoridad sanitaria que vigile en que baños de muros conventuales húmedos y corrientes frías los sometan al martirio del agua; ni que vigile las comidas a base de purés y purés, y purés, como si ser anciano fuese sinónimo de falta de dientes, pero que al negocio del asilo le resulta redituable la alquimia del puré. Después vendrán las diarreas y las medicinas alternadas hasta llegar a la desnutrición. De la salud mental ni hablar, además del contagio rítmico, límbico y desesperado de algunos, la soledad persiste. Pasantes de estudios afines a este grupo social marginado asisten o asistían A.C. (antes del covid) dos o tres horas a convidarles de rutinas que les ejercitaran sus alicaídas extremidades; otros escolares les llevaban bocadillos, y a estos alimentos se atenían los directivos del los asilos como si no tuviesen recursos, bien de los familiares, o del gobierno federal derivado del rubro para la asistencia pública, o de donativos de empresas o gubernamentales, por ejemplo del SAT que entrega recursos embargados. Las horas de tiempos muertos después de las visitas son eternas. Unos ven televisión y otros sueñan que sueñan que terminarán sus días encerrados, lejos de los aromas de su cocina, de su almohada, del amor que un día tuvieron y se esfumó cuando se necesitó ocupar su cuarto o vender su casa.
En su vorágine de consumo y desecho nuestra sociedad se está perdiendo de la experiencia, de la memoria, de la calidez, del soporte familiar del viejo o anciano o de tercera edad, como quieran llamarle, al final el nombre no le quita ser ofendido con el desprecio. Lo malo es que un objetivo generalizado del ser humano es llegar a viejo AL TIEMPO.