El valle vasto se mira con un color a hierba penetrante, los aromas de la mañana fresca desenvuelven un pálido color turquesa, las estrellas aún se avizoran en el cielo, la cúspide del cerro de fundación aún respira con pequeñas fogatas encendidas, la neblina deja claro que el frío del temporal aún es temprano para recibirle, un caudaloso río suena feroz arremetiendo con su embestida a todos quienes se acerquen a tomar un simple sorbo.
Los soldados españoles que aún revisan el territorio se dan cuenta de un lugar propicio para asentarse, llevan varios días con alucinaciones del capitán Nuño Beltrán de Guzmán, quien después de visitar la ciudadela abandonada de Tlachco, al haber platicado con un celador de aquellos territorios quedó dañado, lleva ya varias noches sin dormir ¡su condición se va deteriorando conforme pasan los días!
La preocupación de su escuadrón está alerta, ya varias tribus aledañas a los territorios del cerro de las sibilas y hechiceros —allá donde se creo la pantomima de la guerra de conquista de fundación de estas tierras, de las cuales aún no se deciden como llamarle— están dispuestas a dar resistencia.
No es de dejar pasar que la ferocidad de Nuño es comprobada, ya varios meses anteriores a esta encomienda había esclavizado a varios hermanos tlaxcaltecas y los había hecho caminar días enteros para demostrar su liderazgo, al capitán Cortés en nada le había parecido correcto elevar a sus hermanos —quienes le ayudaron a derribar el imperio de la ciudad flotante entre las dos lagunas—hacia la esclavitud, siendo que los propios habían negociado un trato amable.
A Nuño tampoco le importó que siendo gobernador de la región llamada “el lugar de la bandera” —Pantlan— fuera reacio con los nativos y férreo juez, parte de una justicia sublimada al pensamiento de rey.
Pero lo que a Cortés de verdad le molestó, fue la encomienda del Rey Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, de que Nuño le hiciera un juicio por asesinar a su esposa recién legada a estas tierras, por ello los oidores estuvieron atentos, se le sentenció, pero no se aplicó pena alguna, hasta que dejara emancipados los territorios.
¡La afrenta estaba echada!
Un emisario de Cortés llegó a los campamentos de fundación de la nueva ciudad que se pretendía se construyera en los pies del cerro de los hechiceros.
Ya se había designado que la ciudad fuera advocada al patrón de las huestes militares de Cortés, Nuestro Señor Santiago, pero había algunas consideraciones que no quedaban en propio justas, varios soldados arremetían que el aparecido no había sido el Apóstol patrón de las expulsiones de los moros en España —infieles hombre que mancillaron tierras santas—sino el propio Der Keerlen God o el Rey Florencio V de Holanda, conocido santo de los campesinos, que por la envestidura y ropas, se igualaba al Matamoros, pero esa decisión caería tan solo en el propio Cortés, una vez se dictaminara la cédula de fundación de estas tierras.
¡El debate estéril no paraba! una parte del escuadrón aseguraba que lucharon junto al Rey de Holanda en una aparición con su escudo de León —ya varias batallas contra los moros en España se había avisado de la existencia de un noble caballero de extraña apariencia de los países bajos— pero otros, aseguraban que la bandera del jinete que les ayudó a discernir en la patraña de batalla, ¡era la cruz del propio Santiago que se reflejó en el cielo! los más escépticos solo hablaban de la conformación de un escriba que detallara lo sucedido, situación que no sucedió.
El franciscano emisario de Cortés tenía como bien ir estableciendo el camino propio para la fundación de la ciudad, a la cual los lugareños le apodaban “el lugar de las peñas” otros le llamaban “la ciudad del juego de pelota” por la vecina Tlachco, que tantos dolores de cabeza le tenían al capitán Nuño, pero no había quien lo decidiera.
Cuando llegó el fraile Antonio de la Caridad, de la orden de los hermanos franciscanos, se entrevistó con el dañado Nuño, que aún no paraban sus alucinaciones y que lo tenía bajo cuidado de un nativo con rostro de jaguar —aquel de ojos de cielo—.
A la llegada del franciscano todos los nativos se arrodillaron al verlo —el santo hombre solo tenía una vestidura roída y un báculo de madera—al ingresar a la casa de mantas del capitán fue advertido que gozaba de una pertinaz y elocuente locura, pero que sus palabras eran contundentes.
—¡Santo hombre de Dios! por favor déjame cumplir con mi reconciliación ante mi Dios que me ha descubierto las verdades de estas tierras… ¡bendecidme buen hombre! ¡hacedlo por la piedad de mi Señor!
El franciscano corrió con un movimiento de cabeza al vigía rostro de ocelotl que mantenía al capitán en un estado de somnolencia… ¡de trance!
Después de darle algunas oraciones, bendecirle sus manos y cabeza —tomó el hombre santo el rostro del capitán y sopló sobre él— le dijo que le confesara sus temores y profundos horrores.
—¡Ave María purísima…
El capitán Nuño explicó la matanza de varios nativos en la ciudad de Tlaxcala, su paso por lograr apaciguar los territorios del llamado Pánuco —lugar de la bandera— también decapitó a nativos y violó a mujeres y niñas.
—¡Arrepentido en profundo está mi corazón santo hombre!… tenga piedad de mi camino Señor, ¡andar! inmiscuidme en la toma de atención a mi corazón que se estrecha y aún no ve la palidez de la vida, dejadme por piedad en paz… ¡mis tormentas aun no cesan!
Después de un rato de confesión, el franciscano le absolvió de sus males, enfermedades y malos augurios que le aquejaban como pesadilla, en la oscura profundidad de su razón.
Esa noche logró apaciguar su corazón ¡durmió por dos días!
Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano tenía ya varios días esperando noticias de los mandos de todos y cada uno de sus capitanes que habían salido a apaciguar tierras, el que de mayor le preocupaba era el de Nuño de Guzmán —su principal oponente ante su majestad— de quien le habían avisado que se encontraba en una condición delicada por varios delirios, ocasionados por los nativos de las tierras de colindancia con el norte de la región, la zona nómada del planisferio conocido como Nueva Tierra.
El emisario franciscano que mandó solo le envió un pequeño amarre de papiro con las indicaciones de que todo estaba bien y al capitán se “encontró un poco indispuesto por haber comido algunas hierbas y cactus de la zona” lo cual no le pareció cercano a la verdad y mandó a una pequeña escuadra de diez hombres a que le investigaran, desde la perspectiva de ser el capitán general del Rey Carlos V.
En el cerro de fundación —que así se le conoció por mucho tiempo posterior— el capitán Boca de Negro y Nuño lograron entablar una conversación sin que se entrometieran las ideas persuasivas de demonios y diosas paganas del encuentro con el hombre de rostro de ocelotl.
—¿A bien que logres hilar pensamiento mi Capitán? —le insinuaba Boca de Negro a su igual, pero también su mando.
—¡Que de a locura pertinaz me habréis de considerar capitán! observo de reojo a mis hombres que determinan mi sensatez impropia a lo cotidiano, les miro y veo en su asombro la posibilidad de no seguir al mando de esta guarnición.
—¡En nada capitán tan alejado de la verdad! nos preocupa y valoramos, solo que la presencia del hombre de extraño ojos de cielo y boca de felino, no nos parece sea el adecuado para que le acompañe en sus noches.
—Lo mismo me dijo el joven santo del báculo…
—¡Perdón Señor! —asombrado el Boca de Negro le preguntó—¿de qué santo hombre me habla Usted capitán?
—Aquel que vino el otro día a visitarme ¡lo dejaron pasar capitán! realicé mi sacramento de reconciliación con él, un hombre vestido de andrajos color de cuero y un bastón ¡por Dios amigo! me confundes.
—Capitán, usted me disculpará… el emisario de nuestro capitán Cortés fue solo un simple soldado, en mucho distaba su rostro de ser santo, más bien pareciera de pertinaz cuenta historias de Cortés ¡pájaro de poca cuenta!
Nuño decidió no seguir con la plática.
A varias semanas de lo sucedido en locuras y desatinos de Nuño, el capitán decidió volver a visitar la ciudadela que tanto dolor le había causado —aquella a un día de camino— no solo por enfrentarse a sus propios temores, sino el de haber logrado que el escuadrón entero sumara decepciones a su favor.
Esta vez fue acompañado por dos soldados escolta —de hábiles en monta y reacción, ante la incidencia— quienes con una orden explícita de Boca de Negro:
«… no dejéis que el capitán pruebe arrollo alguno, fresca planta o cualquier cactus visto ¡en ello vaya su vida si lo regresáis en locura tal! …»
La vasta extensión de una planicie color pálido lograba perderse y contrastar con el arbolado bosque que le rodeaba, de frente al camino principal esta trazada hacia una alta montaña quebrada por rocas perfectamente alineadas que lograban levantar un basamento —como aquellos que vieron de la ciudad de los dos espejos de agua— a la derecha se levanta un enorme montículo —que seguramente guarda una construcción igual o similar a la que se mira de frente, como en aquellos lugares que los nativos llaman Teotihuacan— pero de dimensiones menos colosales.
A la izquierda una calzada dirige su logro hacia el bosque de verdes copas y cerros turquesa, Nuño trataba de encontrar algún resquicio de lo vivido, pero su razón no le dejaba escuchar lo que su corazón de decía.
—Mi capitán ¿busca lago en específico? tal vez logremos ayudarle.
—¡No señores! reviso la ciudad.
Uno de los soldados que había desmontado se acercó a una ranura entre las losas de la calzada que se dirigían hacia el bosque, levantando una de las lápidas logró extraer una daga de hermosas y armoniosas dimensiones, pero con el filo de cristalino material, miró el paisaje a través de ella y se la entregó a Nuño.
Cuando el capitán le observó… ¡regresó su dolor en el pecho! aquel profundo, de una aletargada tristeza…
¡Revivió la ciudad en su esplendor!
—¿Pero qué hechizo es este?
Miraba alrededor y la grandeza de los juegos de piedra se alzaban delante de él, cada uno con sus jugadores del llamado rito “el sacrificante” el verde piso de frescos aromas resurgió delante de sus pies, los aromas a flores se le recordaron, observó solo un detalle diferente ¡no había sacerdotes del rito!
De frente a la calzada principal —a los pies de las escaleras del primer y pequeño templo— una mujer de hermosas facciones y propia luz, que le recordaba sus infancias, le indicaba con voz suave y aterciopelada que se acercara.
Con su mano le indicaba en donde colocarse —como si deseara platicar con él— desapercibido por los atletas del juego nativo de estas tierras, el capitán se acercó a la señora que irradiaba un halo de luz, de manera cercana le confió su voz…
—¿Qué de mi persona deseas bella señora? —postrado ya de hinojos —¿qué a tu servicio lograra yo poder concederte?
¡Los dos soldados solo miraban al capitán hincado delante de las ruinas de la principal escalinata! aquella que subía al cerro falso de canteras alineadas, observaron como de su rostro brotaban jugosas lágrimas de piedad…
—¡Así lo haré mi Señora! — ya con el rostro en el piso sollozaba profundo el capitán, respirando herido, pero no por aquella arma de filosas y hermosas figuras, sino de arrepentimiento, de aquel que solo da la cercanía con lo piadoso, con lo misericordioso…
Continuará…