Un amigo ha tenido a bien obsequiarme una cuidada edición de los discursos de Adolfo López Mateos, presidente de la República de 1958 a 1964. Una publicación del Consejo Editorial del Edomex. Cinco volúmenes en pasta dura protegidos en una caja preciosa. Se infiere, pues, que aquel estadista habló mucho. Sus discursos eran breves, sencillos, pero elocuentes. Sabía comunicarse con su pueblo. Pues orador había sido desde su juventud en que fue ganador en concursos nacionales de oratoria. A diferencia del mandamás tabasqueño de estas horas amargas, nunca fue pendenciero ni se quejó de sus adversarios que los tuvo. Simplemente honró su investidura. En palabra y en obra. Su retórica era acompasada, sin gritos ni estridencias. Su voz era cálida; su apostura no se diga. Soy testigo de ello: era seductor. Fue respetado porque él respetaba. Ajeno a la demagogia y al ridículo de ese otro López que se permite en los patios de Palacio Nacional que le hagan “limpias” protectoras o bese la tierra solicitándole autorización para tal o cual obra: el desfiguro es decadencia. Razonaba lo que tenía que hacer. Y eso le bastaba. Nacionalizaciones como la de la industria eléctrica, museos como el de Antropología… son los legados, entre otros muchos, de un estadista creativo y culto.
Por supuesto, que no paso por alto las máculas de su gestión presidencial: las represiones que silenciaron a maestros, médicos, ferrocarrileros. No podemos olvidar a Demetrio Vallejo, a Campa… o el asesinato de Rubén Jaramillo. Mas, a pesar de eso, mantuvo en alto su ‘popularidad’, una medición que jamás buscó. Pues que, como un verdadero líder institucional, obedeció a su tiempo y circunstancia. Sin tener que firmar ante notario la patética promesa de no reelegirse. ¿Habrá aprendido el tabasqueño esa lección republicana? No al parecer. Pandemia y Obrador: dos tragedias mexicanas.