En su prodigioso ensayo sobre Gustavo Flaubert, “La orgía perpetua”, Mario Vargas Llosa dice:
“Siempre he tenido por cierta la frase que se atribuye a Oscar Wilde sobre un personaje de Balzac:
“The death of Lucien de Rubempré is the great drama of my life” (La muerte de Lucien de Rubempré, –personaje central de “Las ilusiones perdidas”, parte de “La Comedia humana”–, es el gran drama de mi existencia).
Hoy, cuando ha muerto el actor Sean Connery, cuya apostura y cinismo (al menos en la pantalla) le dieron la mejor de las vidas imaginarias a un personaje de ficción, cualquiera de mi generación, sentirá como cercana la desaparición de un conocido, sin llegar a los límites de catástrofe de Wilde en torno de Rubempré.
Murió la personificación del agente secreto cuya licencia para matar creó la saga más absurda, desquiciada, fantástica y exagerada del cine.
James Bond es la ficción machista más elaborada de nuestra historia. Quizá por eso fue (es) tan exitosa en todo el mundo. Y se debe separar el personaje del actor quien se va a la tumba con la triste fama de justificar el maltrato femenino.
Sin embargo, los mejores “seres” de la ficción no reflejan la vida real, sino aquellos a quienes la vida imita, como también dijo Wilde: la naturaleza copia al arte.
Para cualquiera resultaría imposible sentirse Superman porque necesitaría venir de otro planeta. Pero todos los consumidores de la fantasía han creído alguna vez en la posibilidad de alcanzar los atributos de Bond, esa mezcla de compleja emocionalidad envuelta en la dureza helada de un asesino.
“–¿Un agente secreto?
“No me importaba lo que hiciera.
“¿Un número? Ya lo había olvidado.
“Sabía exactamente quien era y lo que era. Y todo, hasta el menor detalle, quedaría grabado para siempre en mi corazón”, decía Vivienne Michel; enamorada tan profunda como repentinamente, de un hombre recién llegado a su existencia, James Bond (“The spy who loved me”), quien después de salvarle la vida, le dejó una carta así de idiota:
“…Si alguna vez quieres verme o necesitas mi ayuda, estés donde estés puedes localizarme por correo o por cable, pero no por teléfono: c/o Ministerio de Defensa, Storey’s Gate, Londres. SW. 1…”
EL escritor Ian Fleming, por otra parte, creador del personajes es otro caso incomprensible: su estilo es tan pobre y sus tramas tan absurdas y repetitivas como para no merecer el implacable éxito.
La cantidad de espectadores de todas las cintas hechas por la compañía de Broccoli y las posteriores, es incontable. De Sean Connery a Daniel Craig se han hecho 25 películas, todas con la misma estructura, todas con el mismo éxito, todas con la misma asociación de aspiraciones; todas absurdas y todas entretenidas.
Y en cuanto a los libros, pues, las doce novelas de Bond, habían vendido 60 millones de libros en los albores del mundo digital y la pandemia del analfabetismo planetario de las redes sociales.
No es posible leer párrafos como estos sin esbozar una sonrisa condescendiente ante la fallida literatura de sus palabras:
“..su cabellera tenía el aroma del trigal por la mañana y su boca olía a Pepsodent…”.
O esta otra:
“…Prueba “Fleur des Alpes” de Guerlain en lugar de Camay…”
La necesidad de imaginar, de soñar despierto mientras la oscuridad de la sala nos rodea e impulsa a navegar en la luminosidad de la pantalla y nos lleva a vivir la maravillosa mentira llamada cine, encontró en este personaje uno de sus momentos mejores.
Hace muchos años, con la misma sorpresa absoluta de cuando la vi salir de la espuma del mar jamaiquino en la pantalla del Roble, en “El satánico Doctor No”,conocí en Acapulco a Úrsula Andress, la primera de las “chicas Bond”.
Le pregunté por Connery y su opinión sobre los otros actores en las cintas más recientes.
— Connery no es James Bond. Es mejor.
Como un recuerdo del personaje, recordemos esta descripción escrita por Fleming, muchos años antes de cuando Harry Saltzman y Broccoli escogieron a Connery para el papel del “Doctor No”.
“Medía un metro ochenta, aproximadamente, era delgado y parecía estar en forma. Su rostro enjuto estaba ligeramente bronceado, y sus ojos, de un azul grisáceo muy claro… tenía una expresión fría y atenta… aquellos ojos vigilantes y entrecerrados le daban a su atractivo una apariencia peligrosa y casi cruel… “
Pero nada de eso vale nada ahora: se queda como misógino histórico
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