Como residuo de los 300 años coloniales, atados por los hilos invisible de la dependencia, de la incapacidad para atender nuestros propios asuntos, tal como cuando la ley se procuraba con la obra de veedores y oidores venidos de la metrópoli, hoy los mexicanos seguimos viendo la justicia como un artículo de importación.
No capturamos a los delincuentes de mayor peso, o cuando llegamos a hacerlo los enviamos a la justicia real en los Estados Unidos. Los mexicanos pueden delinquir, pero México no los sabe procesar ni castigar.
Para eso están los extranjeros, como también están para investigar vacunas, fabricar aviones, inventar teléfonos inteligentes y ordenadores caseros; armas, medicamentos, relojes y camisas; ellos tienen la inteligencia para investigar, el rigor del espionaje de los agentes de la DEA, capacidad de saberlo todo desde las computadoras de Langley y drones por todos nuestros cielos; sólo ellos pueden decirnos cómo fueron los hechos de Iguala, nada más un peruano conoce los secretos del fuego; dos colombianos nos dicen cuando abrir las puertas de los cuarteles, nada más los museos de Europa tienen nuestra riqueza histórica y arqueológica.
–No somos nada, mi señor.
Y así, ofendidos por la simbólica evidencia de la antigua subordinación y el expolio de las potencias de antaño, los mexicanos queremos perdones, disculpas, arrepentimientos ajenos; pedimos (no devuelto) prestado por piedad cultural, siquiera –ya no por justicia–, un plumero prehispánico (y se lo niegan a la embajadora) para conmemorar la historia de la vieja Tenochtitlán, ahogada en la sangre de los defensores incapaces de triunfar en una batalla desigual de piraguas contra bergantines; de magos funestos contra artilleros eficaces.
Pero en los tiempos de la realidad, por segunda o tercera o quien sabe cual ocasión precisa, los Estados Unidos hacen en su territorio la justicia nunca lograda aquí, –de mexicanos para otros mexicanos– y nos avisan hasta por el tuiter, cómo ha caído en manos de la DEA el ex secretario de la Defensa Nacional, el condecorado, reconocido y premiado (por ellos), señor general Salvador Cienfuegos a quien afaman con el alias de “El padrino”
Bastante tienen en común las fracasadas gestiones del nunca recuperado patrimonio arqueológico con los espías americanos, sus agentes y sus soplones locales útiles para caerle encima al ex jefe de la Seguridad Pública o al de la Defensa Nacional.
En ambos casos se prueba nada más la dependencia.
Sí; se combate la corrupción (desde fuera del país
cuando se trata de altos personajes); así se colabora con quienes derraman un poco de la rebaba justiciera hacia nuestras tierras.
A fin de cuentas ellos –los aptos, los eficientes, los dedicados, los responsables, los poderosos–, investigan, persiguen, procesan, sentencian y encierran en sus fortificadas prisiones, de donde no se escapan ni los suspiros, a los delincuentes mexicanos quienes se convierten en los mejores informantes para los verdaderos dueños del negocio de las drogas cuyo mercado mayor se extiende al norte del Río Bravo.
Pero mientras nadie repara en esta triste circunstancia de vivir siempre a la sombre del imperio (o del pasado), las acciones americanas cumplen con precisión de cirugía.
Y de paso se le obsequian, –voluntaria o involuntariamente—evidencias de pasada podredumbre a este gobierno cuyo credo, dogma y propaganda se basan, precisamente, en el ataque a las prácticas corruptas. Más argumentos para condenar el pasado con la nueva evidencia: si durante el periodo neoliberal no se puede hablar de un “narcoestado”, si se puede definir un “narcogobierno”; un gobierno mafioso.
Hasta Miguel de la Madrid (el único ex presidente que tocó el tema) afirmaba cómo se había relacionado el salinismo con los narcotraficantes, pero eso lo hemos olvidado porque –dijeron los defensores de Salinas–, tenía fallas mentales para procesar sus diálogos.
Salvador Cienfuegos arrastrará una condena por el resto de su vida. O como se decía en el derecho anglosajón: “…for the term of his natural life…”.
Si a los 72 o 73 años de su edad recibiera una sentencia benévola de 20 años de cárcel, en condiciones de máxima seguridad (como “El Chapo”, sin salir de una celda diminuta por más de 60 minutos al día) como castigo a los cuatro delitos señalados, quizá no llegue a cumplir preso los 92 años. Y no volverá jamás a ver la calle. Ni la calle de la amargura.
Pero más allá del provecho justiciero está el aprovechamiento. Y este se da en los términos de la propaganda política, cuyo blindaje ahora es doble o triplemente grueso al de hace apenas una semana.
Si el Señor Presidente podía rechazar todo tipo de críticas con el expediente de García Luna, y la fácil referencia para compararse con el desfavorable pasado, hoy ya tiene un doble cartapacio: puede exhibir la historia negra de Cienfuegos. Tiene las pruebas ahí mismo. Todas las burras son pardas.
Con gran habilidad para su causa, el Señor Presidente ha empatado –desde ahora–, los dos casos de alta corrupción: el calderonismo –cuyos sueños (valga la digresión) de protección política a través de un partido, han sido derrumbados por mucho tiempo más– , prueba su inmoralidad –no sólo con el fraude electoral– sino con el destacado papel del ex Secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, en el gabinete espurio.
Eso anula moralmente al gobierno de Felipe Calderón. Y no hace falta repetir ahora las múltiples argumentaciones y referencias del Señor Presidente en este sentido. Todos las hemos escuchado o leído.
Y ahora, como el maná celestial, viene del cielo americano la captura del militar mejor calificado de los últimos años. Hombre de estudios, promotor de leyes (suyo fue el impulso a la Ley de Seguridad Interior); maestro de las escuelas superiores castrenses, director del H. Colegio Militar.
¿Cómo el mentor, el profesor de la lealtad, cuyas lecciones inflamaron de patriotismo a tantos cadetes, termina como protector de narcotraficantes y traidor a la Patria y al Ejército?
Pues por la perniciosa existencia del neoliberalismo conservador, monetarista, individualista, clasista y racista.
¡Ah!, cómo suenan falsas y huecas estas palabras pronunciadas en septiembre del año 2018, cuando los americanos colgaban medallas en el pecho del actual indiciado:
“…Distinguido Teniente General Rudesheim, agradezco cumplidamente el galardón que hoy me otorga el Centro William J. Perry, honrosa distinción que recibo con enorme satisfacción en nombre del pueblo de México y de sus Fuerzas Armadas.
“Compartiré esta deferencia con los más de 200 mil soldados de tierra y aire de mi país, porque representa el resultado de su esfuerzo diario en el cumplimiento de las misiones que tenemos encomendadas.
“Los militares de México reconocemos la importante labor que realiza este prestigioso centro de estudios que el pasado 17 de septiembre cumplió 21 Años formando líderes civiles y militares en temas de seguridad, estrategia y política de defensa de especial importancia para el hemisferio…”
Mientras eso decía el general ahora en desgracia, la DEA ya iniciaba la “Operación Padrino” y los cabos comenzaban a atarse. Uno de ellos, llevaba a Edgar Veytia, el ex fiscal nayarita protector también del H-2, grupo directamente beneficiado por la protección militar dispuesta con disimulo y sigilo por el general Cienfuegos.
En agosto del siguiente año (2019) la Corte Federal con sede en Brooklyn; la misma donde fue procesado “El Chapo” y se encuentra el caso de García Luna, presentó la acusación contra Salvador Cienfuegos. La Fiscalía mexicana, ni siquiera se dio por enterada. O estratégicamente calló como momia. Tampoco se dijo nada en Relaciones Exteriores.
Como tampoco ha dicho nada ahora el gobierno de la abortada operación “Chapito”, popularmente conocida como el “culiacanazo”.
Hace un año EU –otra vez el exterior dictando órdenes–, requirió una extradición. Cuando se había detenido al sospechoso reclamado por EU, Culiacán ardió en explosiones y metralla. Lo soltaron por órdenes presidenciales cuando ya nadie del corrompido Ejército neoliberal lo protegía .
–¿De quién deberá ser la orden para intentar –después de un año– una segunda captura?
Quien sabe.