El valle vasto se mira con un color a hierba penetrante, los aromas de la mañana fresca desenvuelven un pálido color turquesa, las estrellas aún se avizoran en el cielo, la cúspide del cerro de fundación aún respira con pequeñas fogatas encendidas, la neblina deja claro que el frío del temporal aún es temprano para recibirle, un caudaloso río suena feroz arremetiendo con su embestida a todos quienes se acerquen a tomar un simple sorbo.
Los soldados españoles que aún revisan el territorio se dan cuenta de un lugar propicio para asentarse, llevan ya varios días tratando de aplacar a los hermanos chichimecas, una tribu poderosa de la región, comandada por varios mandos, de los cuales el principal es el llamado Conni —un pochteca mando superior que domina todas las tierras, es proclive a la corrupción, pero en general mantiene un férreo control de estos lares—.
Para el lado de las mañanas, los vastos territorios a lo lejos chocan con escarpados cerros, un terreno agreste se mira en los azules territorios de altas montañas y cerros bajos, una disrupción de cómo lograr asentarse en estos lugares, como medio de supervivencia se busca sea cercano a la vivaz fuente de vida, el agua.
Hacia las varas de frente existe un sencillo territorio, que, en medida plena cabría la ciudad de Valencia de fondo y sobra, un elegante sistema de arboladas da cobijo a lo que parece tierra de cultivarse, aunque no se precisa que, un grupo de soldados exploradores van a revisar y se encuentran con la diosa momoxtli —maíz— aquel fruto de donde se obtienen bebidas y el comer —amplia gama de provenzales que surgen de tan cuidado carrizo—.
De regreso observan que una escarpada colina da hacia los cerros azules de norte al terrapleno, un bosque se levanta de frondosas copas, con silbantes pájaros que dan a la mañana fría el sentido de paz, a días de la batalla sangrienta de la caída de la ciudad principal de estas tierras —aquella de dos lagunas— se encuentra con la fragilidad de lo natural, algunos cervatillos rondan los bosques, si es así, seguro habrá felinos acechantes para la caza, piezas de esta calidad de carne no son desperdiciadas por el natural.
¡No hay territorio anexo de vivienda por cualquier caso que se mire! es un tiempo dominado, pero a la vez, cuidado, los campos de siembra de la diosa momoxtli están custodiados por los que llaman “maestros toltecatl” a quienes se les considera hombres sabios, pero feroces guerreros.
Ellos están a un día de camino y aún no se prepara la misión para visitarles, una compleja ciudad ritual está a no solo un día de aquí, se cuentan por nativos de ciudades ritual completas, más de trescientos sesenta y cinco basamentos de entrenamiento de un juego a lo que ellos llaman “el sacrificante” ante los ojos de los cristianos, es una aquelarre de muerte y sofisticación, en donde al ganador le es cortada la cabeza y su cuerpo comido en ritual de caldo y especias.
Historias de fábula son contadas por los conquistados de la ciudad de las dos lagunas, de aquellos pueblos de los hermanos sabios toltecatl, versiones de crudeza hacia un rito de sabiduría a cambio de la piel del sacrificado, tan solo de recordarlo le ponen la piel de gallina a más de dos en el escuadrón de los soldados rostros de sol.
Es el cuarto día de la expedición para lograr fundar una colonia en estas tierras, haciendo el honor a los franciscanos que vienen en el ejercicio de evangelizar, después del encuentro construido por el capitán Nuño Beltrán de Guzmán quien junto con el capitán Boca de Negro —apodado así por los nativos— dio la orden de visitar a los hombres sabios del toltecatl, enclavados en su ciudad ritual denominada Tlachco, territorio de peligro tan solo de pensarlo.
Ellos vienen de Apatzeo, la zona de mayor relevancia del comercio nómada que surtía de pieles y uniformes a los hombres denominados “ombligo del mundo” aquellos derrotados de la gran ciudad que flota sobre espejos, tanto Nuño como Boca de Negro sabían que de lograr calmar la zona denominada de los hermanos sabios, podrían rendir tributo al general Hernán Cortés que para estos tiempos ya estaba rumbo a lograr calmar los territorios levantados de los denominados Mayas o maestros del don del maíz.
Los tres hombres que mandaron a Tlachco no han vuelto, la preocupación sana de que las señales de humo a que se habían acostumbrado para enviar que su situación es correcta, no se han presentado, ni un fogón cercano a ello.
Les preocupa.
Una pequeña romería de doce hombres —sosteniendo un caldero de barro de tamaño grande ataviados de color negro, con el rostro pintado de un extraño marrón— mira se acercan al territorio del caudaloso río, los capitanes están prestos de que no vengan acompañados de guerreros, el lugar de donde se aproximan son los territorios de los hombres sabios toltecatl, así que se da la señal de que todos estén listos.
El escuadrón completo de soldados españoles espera montados y preparados —así fue la instrucción del capitán Cortés «cada que se observe el acercamiento de los nativos monten brío, esto hace que se les perciba en proporción por encima de los que los avizoran»—.
Los hombres del caldero de barro se acercan y se hincan delante de Nuño, uno de ellos acerca un recipiente hondo, le sirve un caldoso y caliente sopón de color rojizo, el capitán lo toma, el nativo le hace la señal de que lo pruebe, precavido Nuño con su mano revuelve el contenido… le huele y se lo acerca a los labios, un supurante olor a hierbas desconocidas le invita a darle un sorbo —¡imposible oponerse! su aroma extasía al hambre matutina— lo prueba y el gesto de aceptación es mostrado en su esplendor.
Así los demás soldados se acercan a la invitación de los hombres de rostro marrón —de extraño tono— cada uno de ellos toman el sopón rojizo, se deleitan, entre risas saciando el antojo le son entregadas pequeñas tortas de maíz —una especie de formas circulares que junto con el sopón hacen del manjar aún mayor exquisito— todos comen sin reparo y agradecen a los hombres el ambigú.
Al finalizar el hombre de rostro pintado de marrón, pero con un punto blanco en su frente como de luna, trata de hacerse entender a los capitanes que aún permanecían en monta, les comunica las intenciones del intercambio, Boca de Negro le acerca al nativo que les sirve de filtro para escindir las palabras del desconocido.
—Dice que vienen de la ciudad de Tlachco, una imponente ciudadela de entrenamiento para los señores del juego de pelota, que está enclavada dentro de los cerros cercanos al río de aguas aromáticas —Batán— que sí recibieron a los mensajeros que les enviamos… traen un presente.
—Diles ¿qué en dónde están los hombres que enviamos?
—Tlacualo…—dijo el hombre.
Los ojos de asombro del nativo tlactocuelpa —quien traduce— les indica señalando la olla ¡son los restos de los emisarios!
—¡Se los han comido sus mercedes señor! el potaje está hecho con el cuerpo de ellos.
¡Todos vomitaron! Nuño tomó su espada y atravesó al hombre del punto en la frente, desde el estómago hasta el hombro le traspasó con el filo, aún respiraba, se acercó a su oreja.
—¡Eres el demonio mismo! satanás, maldito indio de ojos de noche… que te pudras en el infierno tú y toda tu descendencia— mientras empujaba la empuñadura de más sobre el cuerpo del hombre de la luna en la frente.
El hombre volteó la cara y con una mirada directa a los ojos del español le dijo:
—Motepolsotl tlacachiua souatl— aun temblando, le escupió el rostro y falleció.
—¡Qué me dijo? anda imbécil… ¿qué quiso decir?
El tlactocuelpa se negaba a decirle.
—¡Dime cabrón! o te pasará lo mismo.
—Le hizo una maldición mi señor, cada que quiera tener un hijo con su mujer, en vez de salir el fruto del varón, saldrá sangre.
—¡Perro! — le volvió a clavar la espada en los genitales, al hombre del rostro marrón con punto de luna.
De una patada tumbó el contenido del sopón grande, ¡tres cabezas desde el fondo rodaron por el verde de la hierba! eran los mensajeros enviados, un profundo dolor de hueco se le hizo en el pecho y subiendo la barbilla abría sus ojos para lograr ver mejor… —uno de ellos, su hermano menor, con apenas unos dieciséis años quien deseaba ser un capitán, a la llamada locura de las escaleras de la catedral de Valencia, se encaramó a estas tierras—.
¡Nuño lloraba desconsolado ceñido al rostro de su amado hermano!
Se acercó el llamado por los nativos Boca de Negro, de un fuerte apretujón de brazo levantó al capitán que se consumía de dolor y llanto, le sacudió, le arrebató la cabeza de su hermano, hizo que los nativos escarbarán con las manos tres profundos agujeros en la tierra y aventó los restos a ella, para lograr darle una venturosa y cristiana sepultura.
Al tiempo de la tarde, ese mismo día, se planeó la expedición para terminar con aquel levantamiento de los sabios guerreros toltecatl, amarraron los cuerpos decapitados de los acompañantes del hombre del punto de luna en el rostro, a una carreta, se dirigieron apenas fue de noche a los territorios que habrían de enfrentar.
Pernoctaron.
La ciudadela del juego de pelota —aquella a un día del territorio de la batalla de fundación— es una extensión vasta, desde el caudaloso río de aroma de flores, hasta los cerros que le rodean, un enorme y exuberante juego de entrenamiento se alza con dimensiones colosales, pareciera aquello un coliseo romano, solo que de forma rectangular, con esas dimensiones por todo el terraplén se observan más de trescientos de estos; unos menores solo con un aro en la pared, otros altos frondosos enmarañados con las hierbas, un fresco olor a finas matutinas revientan el aroma de tierra mojada, un intrincado sistema de riego mantienen el verde de pisadas frescas.
En cada uno de los juegos perfectamente estructurados al movimiento del dios solar, que entra por el aro principal a la mañana y por el aro de la pared oponente al ocaso —como si muriera decía el hermano Nezahualcóyotl— se logra observar a hombres corpulentos de diferentes edades y condiciones.
Cada juego es una escalera para lograr la mejora en las habilidades del guerrero y de su oponente, unos entrenan el arte de atacar, otros el de defender, es un ejercicio de honor y pulcritud, entre ellos se respetan y nunca se tocan, conforme se avanza en el arte del juego, van subiendo de nivel, siendo el último el de mayor y mejor relevancia.
¡Un día del año para cada uno de los espacios de entrenamiento!
Los últimos cinco juegos de pelota que representan los días de las tinieblas al fin del ciclo de siembra, están pintados de color negro —realmente es la sangre seca del primer sacrificio del día— los jugadores representan el cosmos —por eso la gallardía de ser uno de ellos— la esfera de caucho es el sol en el mapa de la constelación, al pasar por el aro se logra que salve su día y no vaya al inframundo, en donde se vive la escoria y la soledad completa, es el Mictlán donde habita Mictlantecuhtli aquel de los hombres de la ciudad sobre las dos lagunas.
Dicen los ancianos de la ciudadela que desde hace tres soles que se construyó esta ciudad, habitada primero por los señores de Teotihuacán quienes enseñaron a los hermanos Toltecas a seguir la constelación, a ver sus ojos en la luna y guardar a Tonatiuh, les dieron el maíz como ofrenda y para consagrar su existencia, debían rendir tributo al juego de pelota que narra el paso del sol por el universo, ello cada día.
Por cada uno de los juegos de pelota existe un vasto recipiente de agua cristalina, con aromas a perfumes de hierbas que refrescan, a su vez cada uno de estos juegos son custodiados por férreos y feroces guerreros, salidos de la mejor escuela de armas de los nativos, el Telpochcalli, muchos de ellos traen a sus hijos a entrenar este viejo, pero no olvidado oficio,
El capitán Nuño observa los movimientos de la ciudadela, cuenta un millar de atletas, como si fuera un Partenón de los griegos en sus mitologías, así como más de doscientos guerreros armados y feroces hermanos toltecatl.
Se miran en desventaja, será momento propicio para determinar la estrategia, sus hombres fueron designados a cuidar el cerro de las sibilas y hechiceros —después de la tregua con los chichimecas, en esa pantomima llamada batalla—.
Pero estas tierras que observan no están en condiciones de negociarse, necesariamente tendrá que haber batalla, y en ello, se saben enviados por el Cristo para apaciguar y salvar estas almas.
¡Aunque fuera en el costo las propias!
Continuará…