“Traigo ganas de un beso y te lo vengo a pedir. Aunque después del beso me tenga que morir. Me tenga que morir, después del beso”. Así rezaba la profética canción. Si bien el corona virus nos tiene en ayunas de contactos sociales y amistosos, no podemos permitir que pisotee las relaciones íntimas. El empobrecimiento de la vida, supuestamente en defensa de la protección personal y la salud, nos hundiría en una espesa tiniebla en la que no valdría la pena ni el amor. En ese caso, mejor optar por la fatalidad de la canción, besar aunque nos tengamos que morir.
Impidamos que esto suceda, vamos todos, al rescate del beso, nada mejor que recordar todo lo que ha significado el beso en la cultura. Platón, tres siglos antes de Cristo, definía al beso como: “El intercambio de almas”. Y el poeta latino Lucrecio, dos siglos después, describía el beso de los amantes “Ellos agarran, aprietan, sus húmedas lenguas, rápidamente se mueven, como si uno quisiera forzar su paso hasta el corazón del otro”. En la novela del siglo II d.C. Dafnis y Cloe, atribuida a un escritor que solo pasó con el nombre de Longus, es quizá la primera referencia de la literatura erótica en la que se aborda el sentimiento amoroso y la experiencia del beso: “¿Qué me ha hecho el beso de Cloe? Sus labios son más suaves que las rosas, su boca más dulce que un panal, pero su beso más punzante que el aguijón de las abejas. A menudo he besado a los chivos y no pocas veces los recentales de ella y el becerro que me regaló Dorcon; pero este beso es muy distinto. Se alborota mi pulso, palpita mi corazón, fáltame el aliento y, sin embargo, anhelo besarla de nuevo. ¡Oh hermosa victoria! ¡Oh extraña dolencia cuyo nombre ignoro! ¿Había bebido Cloe algún veneno antes de besarme? Pero si así fue ¿cómo aún vive?”.
Todas las culturas practican el beso, en los esquimales la nariz de uno se frota con la nariz del otro con el objeto de percibir el olor y el calor del besado. En fin, en esos gélidos lugares todo sirve de pretexto para sentir y compartir el calor. Los griegos pensaban que el aliento era el alma, cuando moríamos dábamos la última boqueada de vida y nuestro aliento se despedía de nosotros. El beso en la boca era trascendente por ese intercambio de almas, donde cada alma quedaba apresada en el cuerpo del otro.
El beso romántico, que por cierto tiene un nombre horrible, “ósculo”, al parecer tiene el desarrollo de su invención en la Edad Media y es una práctica subversiva y trágica. Es un grito, más bien un gemido, de libertad y desafío a la religión y al amor convencional. En el drama medieval de Romeo y Julieta, Shakespeare hace decir a Julieta:
“Ahora tienen mis labios el pecado que han tomado de los tuyos”. Como buen Romeo que se respete, no se queda atrás y le responde:
“¿El pecado de mis labios? ¡Dulce reproche! Devuélvemelo”.
Recuerdo que en mi adolescencia había una canción que decía: “Yo sé que los mil besos que te he dado en la boca se me fue el corazón”. Ahora se podría agregar: se me fue el corazón, pero a lo mejor también el virus. En fin, a través del beso en la cultura se ha formado la pócima del beso erótico: el placer, la clandestinidad, el pecado, ahora se suma, el riesgo. ¡Ni modo!