Al cumplirse este 17 de septiembre los 200 años del nacimiento del general Tomás Mejía, tres veces gobernador de Querétaro, oriundo de Pinal de Amoles y fusilado en el Cerro de las Campanas el 19 de julio de 1867 junto con Maximiliano y Miramón, el cronista de Querétaro nos regala estos trazos sobre su personalidad.
Desde la navidad del año pasado –es decir 1866-, el general Tomás Mejía, había evacuado con tufo de derrota San Luis Potosí y llegó a la capital queretana cuarenta y ocho horas antes de que feneciera aquel año, por lo que fue el primer general imperialista en concentrarse en Querétaro, notoriamente quebrantado del alma ante la desgracia de su derrota frente a Escobedo y el ominoso futuro que se avizoraba, y además gravemente enfermo luego de once años de cruenta e ininterrumpida lucha caracterizada por las privaciones que al fin habían hecho mella en su magra humanidad. Pero le faltaba aún apurar la copa de hiel hasta las heces… No se ha podido determinar con exactitud la clase de enfermedad que aquejaba al general de la Sierra Gorda –que frisaba entonces los cuarenta y siete años de edad- cuando llegó a Querétaro a fines de 1866, pero a juzgar por las diversas crónicas consultadas, sus cercanos se inclinaron a creer que padecía fiebres reumáticas y algo parecido a una anemia con gran pérdida de líquidos del organismo por diarreas constantes, que paulatinamente le iban minando el cuerpo y que en los meses siguientes se agravó cuando los juaristas cortaron el agua durante el sitio impuesto a la ciudad. El médico Vicente Licea, siendo amigo de Mejía, se negó a atenderlo por el profundo dolor que le causó a aquél la pérdida de su hija, pero sí pudo saber que la “penosa enfermedad” que aquejaba don Tomás no lo dejaba “montar a caballo”,[1] por lo que parece ser que se trataba de fuertes hemorroides. En todo caso, el agotamiento físico del general indígena era tan acusado que difícilmente podía ya sostenerse en el caballo, y pasó muchísimos días postrado, más que acostado, sobre el lecho de su casa ubicada en el Descanso (hoy Pasteur 47) en pleno centro citadino.[2] Ante la negativa de Licea para atender al general serrano, éste decidió mandarlo traer por la fuerza aunque sin violencia ni vejaciones, pero de todos modos lo tuvo encerrado en su casa del Descanso hasta que se sintió mejor el pinalense.
De los retratos que de don José Tomás de la Luz Mejía Camacho se conservan, se puede apreciar su naturaleza autóctona, su cabello negro e hirsuto, sus rudas facciones, su estatura breve, su tez sumamente oscura pero amarillenta, su severidad y modestia en el vestir –con uniformes virtualmente desprovistos de condecoraciones y con calzado sumamente gastado- y su mirada serena clavada siempre en el lente fotográfico. Era un hombre honesto a carta cabal y adicto a la causa, sumamente religioso y generoso con el enemigo. Los historiadores ubican su lugar de nacimiento en Pinal de Amoles Querétaro en 1820 -concretamente en el rancho El Toro de la actual delegación de Bucareli- (don Tomás declaró en el juicio que lo llevó al paredón que nació en Pinal de Amoles sin distinguir si se refería al municipio o a la cabecera municipal), pero otros -con vocación guanajuatense- lo quieren hacer oriundo de Tierra Blanca o de Santa Catarina Guanajuato, pero es más lógica la primera versión, sobre todo por haber residido durante su niñez en la villa de Jalpan perteneciente a Querétaro y donde –se dice en lo clandestino- aprendió el arte de la guerra de boca de un brigadier español que se ocultaba en el corazón de la Sierra Gorda para no ser juzgado militarmente por su país por haber perdido la guerra de reconquista de México.
Les voy a contar de Tomás Mejía Camacho y su relación con un tal Darío Bissarda, porque no deja de tener algo de lógica para deducir de dónde salió tanto talento de un humilde serrano para convertirse en uno de los principales militares mexicanos en las luchas contra la invasión norteamericana en 1846-1848, la guerra de Reforma en 1858-1860 y la intervención francesa en 1863-1867. Su arraigada fe en la religión católica lo llevó a militar en el partido conservador y después en el bando imperialista. Pero en lo que sí no hay duda, es que era respetado hasta por sus enemigos, con los que se portaba caballerosamente y con misericordia, aparte de ser un excelente guerrero contra el que nadie pudo en el territorio de la Sierra Gorda, bastión conservador e imperialista gracias al talento de Tomás Mejía, el cual llegaría a ser gobernador de Querétaro en dos ocasiones, siendo un verdadero ídolo para el pueblo queretano. Ahora bien, lo que nadie se explica es ¿en dónde aprendió Tomás Mejía el arte de la guerra si no estudió en escuelas militares como Miramón o Márquez? Era muy difícil que un indígena otomite tuviera la oportunidad de trasladarse a la capital de la República y pudiera inscribirse en el Colegio Militar sin un padrinazgo, y don Tomás Mejía carecía de ello. Sin embargo, cuenta la conseja popular que algún día del año de 1829 llegó a Jalpan un hombre extraño, el cual se decía comerciante, pero por sus costumbres parecía más bien un férreo militar y por su acento denotaba ser español. Instaló en esa población de la Sierra Gorda un modesto comercio, llevando una vida totalmente retraída, pues salvo sus operaciones mercantiles, con nadie hablaba, a nadie visitaba ni era visitado por nadie más que por un jovenzuelo indígena de rasgos típicamente nativos, el cual era leal, sincero y reservado. El comerciante llegó a tener algún dinero, mas todos ignoraban qué destino daba a sus ganancias pues aquel extraño vivía más que austeramente, “diríase que a lo espartano”. Pocos sabían su nombre que era el de Darío Bissarda, conforme lo afirmaba a quienes inquirían por él cuando había modo de hacerlo, pues no daba oportunidad para conversación alguna. Solamente había lugar para conversaciones largas con el joven indígena, e íntimas, pero nunca nadie supo del contenido de dichas pláticas. Prácticamente le había tomado afecto don Darío a aquel joven oscuro para entonces, pero éste bien pronto hizo su aparición en las armas y política nacionales, llegando a ser general y a recibir la medalla de honor de la Orden de Guadalupe, máxima presea que entregaba el cuestionado imperio mexicano. Su nombre: Tomás Mejía, quien contrajo matrimonio o se amancebó con una indígena de Tolimán llamada Agustina Castro, a la que le compró una casona frente al jardín principal de aquella población (hoy casa del profesor Carlos Ramos). A mediados del siglo xix, el viejo comerciante español, muy enfermo, mandó llamar al ya general Mejía a su lecho de muerte para heredarle sus bienes y revelarle una gran verdad: su nombre no era Darío Bissarda ni su profesión comerciante, sino Isidro Barradas con grado de general brigadier, quien comandaba la expedición española que en 1829 pretendió reconquistar a México partiendo de Cuba. Este militar nació en las Islas Canarias a mediados del siglo xviii, adquiriendo una triste celebridad cuando fue comisionado a Cuba para ponerse a las órdenes del capitán general de la isla, Francisco Dionisio Vives, quien organizó y pertrechó una expedición de 4,000 soldados, bien armados y con municiones para otros tantos pues pretendían encontrar aliados para su causa en México. El 26 de julio de 1829 desembarcó en las playas de la Punta de Jerez y para agosto logró ocupar Tampico y Altamira. Para combatirlo se nombró general en jefe a Antonio López de Santa Anna, quien se embarcó en Veracruz con la infantería mientras que la caballería marchó por tierra a las órdenes del general Manuel Mier y Terán. El gobierno mexicano logró formar otro ejército que señaló como de reserva, y que puso al mando del general Anastasio Bustamante. Todo el territorio nacional fue inundado con la siguiente proclama que seguramente todos los ilusos españoles radicados en nuestra patria hicieron circular, entre ellos fray Diego Bringas quien escribió una proclama en la que exhortaba a la sumisión:
“Soldados, vais a partir para Nueva España donde hace 300 años se inmortalizaron los antiguos y denodados españoles mandados por el valeroso Hernán Cortés, aquellos conquistaron ese hermoso país, nosotros vais a pacificarlo, a hacer olvidar lo pasado y establecer el gobierno del mejor de los Reyes. Los mexicanos no son nuestros enemigos, son nuestros hermanos; los unos alucinados y los otros subyugados por sus tiranos. Emprenderemos marchas penosas, acaso tendremos que combatir con los obstinados, pero la disciplina y el valor atraerán a vuestras filas la victoria. Soldados, mantened siempre el orden en las filas; acordaos que sois españoles y que en las batallas os necesitáis los unos a los otros. La primera cualidad del valiente es ser indulgente con el vencido, respetad su desgracia, no le echéis en cara sus extravíos, el absoluto olvido de lo pasado es la base fundamental de nuestra empresa. El pillaje enriquece a pocos, envilece a todos; destruye los recursos, hace enemigos a los pueblos cuya amistad se desea granjear. A nombre de su Majestad, premiaré vuestras virtudes militares y las acciones heroicas, pero seré inexorable contra aquél que con su codicia pretenda deshonrar el nombre de español. Cuartel de Regla, a 4 de julio de 1829.
El Comandante Isidro Barradas.”
Don Francisco Dionisio Vives dirigió desde La Habana otra proclama a los habitantes de la República Mexicana donde afirmaba que Fernando VII seguía siendo soberano legítimo del pueblo de América, y ofrecía que, una vez realizada la reconquista, nadie sería perseguido por sus opiniones políticas y su conducta durante las luchas anteriores. La situación de las tropas de Barradas era difícil careciendo de víveres y otros elementos, por lo que obligó a los habitantes de Tampico y Altamira a venderle comestibles, caballos y mulas. El 20 de agosto Santa Anna emprendió el ataque, y el 9 de septiembre, en combinación con Mier y Terán, después de apoderarse de un lugar llamado Doña Cecilia (hoy Ciudad Madero), atacó el fortín de La Barra. El jefe Barradas se vio en la necesidad de capitular para que se garantizara la vida de todos los individuos de la expedición y rindió sus armas a Santa Anna en Pueblo Viejo, por lo que se comprometió a no tomar otra vez querella contra México. Los prisioneros españoles fueron remitidos a La Habana, terminando aquí aquella aventura en que el gobierno español sacrificó a sus veteranos y despertó en México recelos y odios contra los peninsulares, lo cual produjo persecuciones, confiscaciones, la paralización de los negocios y la expulsión de multitud de españoles laboriosos y pacíficos. No faltaron entre los mexicanos personas prostituidas que con sus escritos y con su conducta trabajaban contra la Independencia; gentes asalariadas por la Corona Española o envilecidas por las sugestiones partidistas, que escribían libelos infamatorios y provocaban la sedición del ejército. La noticia del fracaso de la expedición española llegó a la ciudad de México en la noche del 20 de septiembre, cuando el general Vicente Guerrero, presidente de México, disfrutaba de una función teatral. Se interrumpió la representación y el regocijo público no conoció límites. A las aclamaciones contestaba Guerrero con lágrimas en los ojos. Por su parte, Santa Anna escribía al presidente repitiendo las palabras de Julio César, Veni, Vidi, Vici. En la noche del 1º de octubre llegaron a la capital las banderas tomadas al enemigo, y el presidente dispuso dedicarlas a la Virgen de Guadalupe. Nada faltó en la ceremonia y la calzada de la Villa se vio cubierta de un gentío inmenso que saludaba a Guerrero con aclamaciones de una alegría sincera. Haciendo uso de sus facultades extraordinarias, don Vicente Guerrero ascendió a generales de división a los brigadieres Santa Anna y Mier y Terán. Entonces regresaron las tropas mexicanas a sus respectivos cuarteles en los diferentes estados, las cuales sufrieron más por el clima y las enfermedades tropicales que por las balas enemigas, puesto que no combatieron, pero el haber estado incorporadas en la columna de ataque, valió para muchos soldados el recibir en 1832 la Cruz de Tampico, una bella cruz de seis brazos, centrada en un medallón con un águila explayada circundada por un anillo con la inscripción siguiente: “abatió en Tampico, el orgullo español”-. Cabe mencionar que un batallón queretano de 480 soldados, al mando del general Luis Cortázar, fue a situarse en Altamira para combatir al extranjero. El brigadier Barradas estuvo en Veracruz vigilando el embarque de su tropa, pero no aceptó repatriarse por temor a que el gobierno español lo sujetara a juicio militar. Con permiso del presidente Guerrero quedó en el país y su rastro se pierde totalmente pues ninguno sabe ni dónde vivió ni menos cuando murió.
Al cumplirse este 17 de septiembre los 200 años del nacimiento del general Tomás Mejía, tres veces gobernador de Querétaro, oriundo de Pinal de Amoles y fusilado en el Cerro de las Campanas el 19 de julio de 1867 junto con Maximiliano y Miramón, el cronista de Querétaro nos regala estos trazos sobre su personalidad.
Desde la navidad del año pasado –es decir 1866-, el general Tomás Mejía, había evacuado con tufo de derrota San Luis Potosí y llegó a la capital queretana cuarenta y ocho horas antes de que feneciera aquel año, por lo que fue el primer general imperialista en concentrarse en Querétaro, notoriamente quebrantado del alma ante la desgracia de su derrota frente a Escobedo y el ominoso futuro que se avizoraba, y además gravemente enfermo luego de once años de cruenta e ininterrumpida lucha caracterizada por las privaciones que al fin habían hecho mella en su magra humanidad. Pero le faltaba aún apurar la copa de hiel hasta las heces… No se ha podido determinar con exactitud la clase de enfermedad que aquejaba al general de la Sierra Gorda –que frisaba entonces los cuarenta y siete años de edad- cuando llegó a Querétaro a fines de 1866, pero a juzgar por las diversas crónicas consultadas, sus cercanos se inclinaron a creer que padecía fiebres reumáticas y algo parecido a una anemia con gran pérdida de líquidos del organismo por diarreas constantes, que paulatinamente le iban minando el cuerpo y que en los meses siguientes se agravó cuando los juaristas cortaron el agua durante el sitio impuesto a la ciudad. El médico Vicente Licea, siendo amigo de Mejía, se negó a atenderlo por el profundo dolor que le causó a aquél la pérdida de su hija, pero sí pudo saber que la “penosa enfermedad” que aquejaba don Tomás no lo dejaba “montar a caballo”,[1] por lo que parece ser que se trataba de fuertes hemorroides. En todo caso, el agotamiento físico del general indígena era tan acusado que difícilmente podía ya sostenerse en el caballo, y pasó muchísimos días postrado, más que acostado, sobre el lecho de su casa ubicada en el Descanso (hoy Pasteur 47) en pleno centro citadino.[2] Ante la negativa de Licea para atender al general serrano, éste decidió mandarlo traer por la fuerza aunque sin violencia ni vejaciones, pero de todos modos lo tuvo encerrado en su casa del Descanso hasta que se sintió mejor el pinalense.
De los retratos que de don José Tomás de la Luz Mejía Camacho se conservan, se puede apreciar su naturaleza autóctona, su cabello negro e hirsuto, sus rudas facciones, su estatura breve, su tez sumamente oscura pero amarillenta, su severidad y modestia en el vestir –con uniformes virtualmente desprovistos de condecoraciones y con calzado sumamente gastado- y su mirada serena clavada siempre en el lente fotográfico. Era un hombre honesto a carta cabal y adicto a la causa, sumamente religioso y generoso con el enemigo. Los historiadores ubican su lugar de nacimiento en Pinal de Amoles Querétaro en 1820 -concretamente en el rancho El Toro de la actual delegación de Bucareli- (don Tomás declaró en el juicio que lo llevó al paredón que nació en Pinal de Amoles sin distinguir si se refería al municipio o a la cabecera municipal), pero otros -con vocación guanajuatense- lo quieren hacer oriundo de Tierra Blanca o de Santa Catarina Guanajuato, pero es más lógica la primera versión, sobre todo por haber residido durante su niñez en la villa de Jalpan perteneciente a Querétaro y donde –se dice en lo clandestino- aprendió el arte de la guerra de boca de un brigadier español que se ocultaba en el corazón de la Sierra Gorda para no ser juzgado militarmente por su país por haber perdido la guerra de reconquista de México.
Les voy a contar de Tomás Mejía Camacho y su relación con un tal Darío Bissarda, porque no deja de tener algo de lógica para deducir de dónde salió tanto talento de un humilde serrano para convertirse en uno de los principales militares mexicanos en las luchas contra la invasión norteamericana en 1846-1848, la guerra de Reforma en 1858-1860 y la intervención francesa en 1863-1867. Su arraigada fe en la religión católica lo llevó a militar en el partido conservador y después en el bando imperialista. Pero en lo que sí no hay duda, es que era respetado hasta por sus enemigos, con los que se portaba caballerosamente y con misericordia, aparte de ser un excelente guerrero contra el que nadie pudo en el territorio de la Sierra Gorda, bastión conservador e imperialista gracias al talento de Tomás Mejía, el cual llegaría a ser gobernador de Querétaro en dos ocasiones, siendo un verdadero ídolo para el pueblo queretano. Ahora bien, lo que nadie se explica es ¿en dónde aprendió Tomás Mejía el arte de la guerra si no estudió en escuelas militares como Miramón o Márquez? Era muy difícil que un indígena otomite tuviera la oportunidad de trasladarse a la capital de la República y pudiera inscribirse en el Colegio Militar sin un padrinazgo, y don Tomás Mejía carecía de ello. Sin embargo, cuenta la conseja popular que algún día del año de 1829 llegó a Jalpan un hombre extraño, el cual se decía comerciante, pero por sus costumbres parecía más bien un férreo militar y por su acento denotaba ser español. Instaló en esa población de la Sierra Gorda un modesto comercio, llevando una vida totalmente retraída, pues salvo sus operaciones mercantiles, con nadie hablaba, a nadie visitaba ni era visitado por nadie más que por un jovenzuelo indígena de rasgos típicamente nativos, el cual era leal, sincero y reservado. El comerciante llegó a tener algún dinero, mas todos ignoraban qué destino daba a sus ganancias pues aquel extraño vivía más que austeramente, “diríase que a lo espartano”. Pocos sabían su nombre que era el de Darío Bissarda, conforme lo afirmaba a quienes inquirían por él cuando había modo de hacerlo, pues no daba oportunidad para conversación alguna. Solamente había lugar para conversaciones largas con el joven indígena, e íntimas, pero nunca nadie supo del contenido de dichas pláticas. Prácticamente le había tomado afecto don Darío a aquel joven oscuro para entonces, pero éste bien pronto hizo su aparición en las armas y política nacionales, llegando a ser general y a recibir la medalla de honor de la Orden de Guadalupe, máxima presea que entregaba el cuestionado imperio mexicano. Su nombre: Tomás Mejía, quien contrajo matrimonio o se amancebó con una indígena de Tolimán llamada Agustina Castro, a la que le compró una casona frente al jardín principal de aquella población (hoy casa del profesor Carlos Ramos). A mediados del siglo xix, el viejo comerciante español, muy enfermo, mandó llamar al ya general Mejía a su lecho de muerte para heredarle sus bienes y revelarle una gran verdad: su nombre no era Darío Bissarda ni su profesión comerciante, sino Isidro Barradas con grado de general brigadier, quien comandaba la expedición española que en 1829 pretendió reconquistar a México partiendo de Cuba. Este militar nació en las Islas Canarias a mediados del siglo xviii, adquiriendo una triste celebridad cuando fue comisionado a Cuba para ponerse a las órdenes del capitán general de la isla, Francisco Dionisio Vives, quien organizó y pertrechó una expedición de 4,000 soldados, bien armados y con municiones para otros tantos pues pretendían encontrar aliados para su causa en México. El 26 de julio de 1829 desembarcó en las playas de la Punta de Jerez y para agosto logró ocupar Tampico y Altamira. Para combatirlo se nombró general en jefe a Antonio López de Santa Anna, quien se embarcó en Veracruz con la infantería mientras que la caballería marchó por tierra a las órdenes del general Manuel Mier y Terán. El gobierno mexicano logró formar otro ejército que señaló como de reserva, y que puso al mando del general Anastasio Bustamante. Todo el territorio nacional fue inundado con la siguiente proclama que seguramente todos los ilusos españoles radicados en nuestra patria hicieron circular, entre ellos fray Diego Bringas quien escribió una proclama en la que exhortaba a la sumisión:
“Soldados, vais a partir para Nueva España donde hace 300 años se inmortalizaron los antiguos y denodados españoles mandados por el valeroso Hernán Cortés, aquellos conquistaron ese hermoso país, nosotros vais a pacificarlo, a hacer olvidar lo pasado y establecer el gobierno del mejor de los Reyes. Los mexicanos no son nuestros enemigos, son nuestros hermanos; los unos alucinados y los otros subyugados por sus tiranos. Emprenderemos marchas penosas, acaso tendremos que combatir con los obstinados, pero la disciplina y el valor atraerán a vuestras filas la victoria. Soldados, mantened siempre el orden en las filas; acordaos que sois españoles y que en las batallas os necesitáis los unos a los otros. La primera cualidad del valiente es ser indulgente con el vencido, respetad su desgracia, no le echéis en cara sus extravíos, el absoluto olvido de lo pasado es la base fundamental de nuestra empresa. El pillaje enriquece a pocos, envilece a todos; destruye los recursos, hace enemigos a los pueblos cuya amistad se desea granjear. A nombre de su Majestad, premiaré vuestras virtudes militares y las acciones heroicas, pero seré inexorable contra aquél que con su codicia pretenda deshonrar el nombre de español. Cuartel de Regla, a 4 de julio de 1829.
El Comandante Isidro Barradas.”
Don Francisco Dionisio Vives dirigió desde La Habana otra proclama a los habitantes de la República Mexicana donde afirmaba que Fernando VII seguía siendo soberano legítimo del pueblo de América, y ofrecía que, una vez realizada la reconquista, nadie sería perseguido por sus opiniones políticas y su conducta durante las luchas anteriores. La situación de las tropas de Barradas era difícil careciendo de víveres y otros elementos, por lo que obligó a los habitantes de Tampico y Altamira a venderle comestibles, caballos y mulas. El 20 de agosto Santa Anna emprendió el ataque, y el 9 de septiembre, en combinación con Mier y Terán, después de apoderarse de un lugar llamado Doña Cecilia (hoy Ciudad Madero), atacó el fortín de La Barra. El jefe Barradas se vio en la necesidad de capitular para que se garantizara la vida de todos los individuos de la expedición y rindió sus armas a Santa Anna en Pueblo Viejo, por lo que se comprometió a no tomar otra vez querella contra México. Los prisioneros españoles fueron remitidos a La Habana, terminando aquí aquella aventura en que el gobierno español sacrificó a sus veteranos y despertó en México recelos y odios contra los peninsulares, lo cual produjo persecuciones, confiscaciones, la paralización de los negocios y la expulsión de multitud de españoles laboriosos y pacíficos. No faltaron entre los mexicanos personas prostituidas que con sus escritos y con su conducta trabajaban contra la Independencia; gentes asalariadas por la Corona Española o envilecidas por las sugestiones partidistas, que escribían libelos infamatorios y provocaban la sedición del ejército. La noticia del fracaso de la expedición española llegó a la ciudad de México en la noche del 20 de septiembre, cuando el general Vicente Guerrero, presidente de México, disfrutaba de una función teatral. Se interrumpió la representación y el regocijo público no conoció límites. A las aclamaciones contestaba Guerrero con lágrimas en los ojos. Por su parte, Santa Anna escribía al presidente repitiendo las palabras de Julio César, Veni, Vidi, Vici. En la noche del 1º de octubre llegaron a la capital las banderas tomadas al enemigo, y el presidente dispuso dedicarlas a la Virgen de Guadalupe. Nada faltó en la ceremonia y la calzada de la Villa se vio cubierta de un gentío inmenso que saludaba a Guerrero con aclamaciones de una alegría sincera. Haciendo uso de sus facultades extraordinarias, don Vicente Guerrero ascendió a generales de división a los brigadieres Santa Anna y Mier y Terán. Entonces regresaron las tropas mexicanas a sus respectivos cuarteles en los diferentes estados, las cuales sufrieron más por el clima y las enfermedades tropicales que por las balas enemigas, puesto que no combatieron, pero el haber estado incorporadas en la columna de ataque, valió para muchos soldados el recibir en 1832 la Cruz de Tampico, una bella cruz de seis brazos, centrada en un medallón con un águila explayada circundada por un anillo con la inscripción siguiente: “abatió en Tampico, el orgullo español”-. Cabe mencionar que un batallón queretano de 480 soldados, al mando del general Luis Cortázar, fue a situarse en Altamira para combatir al extranjero. El brigadier Barradas estuvo en Veracruz vigilando el embarque de su tropa, pero no aceptó repatriarse por temor a que el gobierno español lo sujetara a juicio militar. Con permiso del presidente Guerrero quedó en el país y su rastro se pierde totalmente pues ninguno sabe ni dónde vivió ni menos cuando murió.