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El México de 1871

LA APUESTA DE ECALA

por Luis Núñez Salinas
11 septiembre, 2020
en Editoriales
Levantamiento a las 400 horas
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De cuarenta y un años el afamado militar Porfirio Díaz rayaba en la cólera y el desencanto, su eno­jo le hacía ver hacia diferentes la­dos, Lerdo de Tejada solo miraba la hoja de resultados de la VI Le­gislatura en la que se leían las si­guientes cifras:

«… 2 874 votos para Sebastián Lerdo, 3 555 para Porfirio Díaz y 5 837 para Benito Juárez…»

El general arrugó el papel entre sus manos y lo lanzó en la cara de Nicolás Lemus, presidente de la VI Legislatura —hombre fornido y ca­noso le sacaba una cabeza y media a Díaz, hombre de mecha corta— y le profirió sus educadas y ecuáni­mes palabras: Mira grandísimo ca­brón, no te andes con chingaderas, bien sabes que Juárez desea volver a la presidencia en una reelección indefinida y forzada ¡anda cabrón atrévete a negarlo!

—¡Señor general Díaz le pido respeto a la máxima autoridad de la legislatura!

—¡Tú y tu pinche legislatura se pueden ir a la chingada…! — le to­mó de la chaqueta a Nicolás Le­mus, y Díaz le propinó un puñetazo en el rostro que lo sentó, mientras que toda la comitiva de la legisla­tura y la seguridad de la puerta de Palacio Nacional —lugar donde se­siona la VI Legislatura— trataban de para el zafarrancho.

—Pagarás caro tal osadía gene­ral Díaz— mientras se descubría y buscaba su diente de oro que se le había caído.

—¡A mí me pelas los dientes…! — volvió a tomarle de la solapa y antes de que le propinara el puñe­tazo, de nueva cuenta, le tomó de los brazos Lerdo de Tejada y lo sa­có del tumulto, a la vez ya varios di­putados habían comenzado a sol­tar manazos y empujones a los del equipo de Díaz, entre ellos Anto­nio Zimbrón — quien ya se tren­zaba a manotazos con el hermano de Juana Catalina Romero novia de Díaz—.

Fue tal el alboroto que no se hi­cieron esperar la gente de Benito Juárez quienes de inmediato lla­maron a la cordura y la tranquili­dad, el despeinado general Díaz ya más calmado le ofrece discul­pas al diputado Lemus, pero este le mienta la madre y le da la espalda.

Una vez los resultados fueron dados a conocer, se oficializa como Presidente de la República a Be­nito Juárez, y sería Lerdo de Teja­da Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, es el Mé­xico de 1871.

Todo hasta ahora en orden y los ánimos se calmaron.

Estando José de la Cruz Porfirio Díaz Mori aún dormido en la habi­tación principal de la hacienda del afamado Tigre de Álica, Manuel Lozada — uno de los terratenien­tes temidos y de mayor riqueza en la zona de Nayarit— lo desperta­ron las salvas de la zona militar, a quien de comienzo, pensó Díaz, era otro levantamiento en la región — común en estos tiempos— vistién­dose rápido y al bajar en ropa de faena le preguntó a uno de los ca­porales la situación.

—¿Qué pasa Ponciano?

—Falleció el presidente Benito Juárez y los militares le dan salvas en su honor, cada 15 minutos, no han parado.

—¿Qué? — con sorpresa reac­cionó.

Tomó sus pistolas y a caballo se dirigió a la zona militar, un resqui­cio de apenas unos cuarenta solda­dos liberales, pero bien armados, le hizo un saludo y de inmediato le reconocieron, su ferocidad y va­lentía del general allá más de las zonas ¡gozaba de gran respeto por sus similares!

—¡Quiero el parte capitán de las noticias de la capital!

—¡Sí Señor! — le extendió una carta fechada el 19 de julio, en pa­pel riguroso militar y con sellos de presidencia:

«… en solemne ceremonia se dictamina como orden del Congre­so de la Nación salvas y vítores ca­da 15 minutos, por el fallecimien­to de nuestro Señor Presidente Be­nito Pablo Juárez García, en tenor desde las 700 hrs. Hasta el día 23 de julio de 1872… al calce, la ele­gante firma del Presidente Interi­no Sebastián Lerdo de Tejada…»

—Juárez muerto, pero ¿cómo? sí es cierto que tenía sus problemas y sus desmayos, pero ¿que habrá pasado? — le pasaba por la mente todas aquellas veces en que coinci­dieron, no solo en lo liberal y man­dos, sino en las diferencias, a todo galope el general regresó a la ha­cienda del Tigre —a quien ya le te­nían informado de lo sucedido —.

Respetando el Plan de la Noria se había comprometido con Díaz de darle dinero y caballos para su ejército, ante la situación de la muerte de Juárez ¡no había con­flicto que financiar!

Así que fue directo con el gene­ral quien ya le esperaba en su sa­la principal, sentado Díaz en un sillón elegante de finas pieles de cebra y como tapete de la lustro­sa habitación la piel de un león, el espacio se decora con cabezas de venados, leones y tigres de benga­la, ingresó Lozada con pesimista semblante.

—No hay presidente ¡no hay ejército que mantener!

—Aún no sabemos amigo Tigre que sucederá, esperemos mi regre­so de la ciudad de México a ver que dice la legislatura.

—Pues con noticias buenas o malas, no pretendo darte una sola moneda hasta no ver qué razones de fondo, ya no es necesario el en­frentamiento — refiriendo el Plan de la Noria.

—¡Las causas mismas de que yo sea presidente!

—Te miro muy seguro, si logras ser candidato te pago lo necesario, si no, olvídate.

—¡Así será! — se despidieron con un fuerte abrazo, sabedor el ge­neral que, de no contar con los apo­yos del terrateniente de Nayarit, no le sería posible ser presidente.

Díaz regresó de inmediato a la ciudad de México y tuvo una en­trevista con el presidente Sebas­tián Lerdo de Tejada, para hacerle saber lo que constitucionalmente continuaría, a Lerdo de Tejada no le pareció en nada el aviso de la lle­gada del general, quien no se mo­vía a ninguna parte si no estuviera acompañado por su ejército, hom­bres leales y de una sola pieza, acos­tumbrados a custodiar a tan im­portante personaje.

Al ingreso a la sala de presiden­cia se escucharon las espuelas del traje militar de gala del general Díaz, el sonido de juntar los taco­nes de cada uno de los custodios que reconocían al general

—No cabe duda de que Díaz aún es altamente respetado— in­sistía con un dejo de temor Lerdo de Tejada.

Al ingresar se dieron un fuer­te abrazo y reconocieron el uno al otro, que las circunstancias les ponían de nuevo en la balanza del destino.

—¡General Díaz! es un gusto que el presidente le reciba en te­nor de salvaguardar el luto de la pérdida de tan insigne mexicano.

—Aprecio sus palabras presi­dente, pero no vengo a hablar con la envestidura, sino con la persona.

—Atento a tus palabras.

—No quiero rodeos, bien sa­bes que Juárez no era de mi total agrado, le defendía y le cumplí, pe­ro ahora requiero que junto con el presidente de la legislatura Nicolás Lemus convoquen a elecciones ex­temporáneas ¡así lo marca la cons­titución!

Los días pasaron y las entrevis­tas entre Lerdo de Tejada y la VI le­gislatura fueron continuas, en revi­sión y tiempo atinaron que verda­deramente Díaz tenía la razón, se deben convocar a elecciones presi­denciales en un periodo extraordi­nario, siendo esto tan solo uno de los tantos asuntos sociales y políti­cos que la legislatura debía de so­lucionar.

Para el 13 de septiembre Díaz recibe una amnistía que firman Lerdo de Tejada y él mismo, otor­gándose también a cualquiera quien perteneciera a los ejércitos del general, previamente a los ge­nerales Gerónimo Treviño y Do­nato Guerra quienes soportaban el Plan de la Noria —que buscaba evitar la reelección de Juárez — se les había perdonado en julio de ese mismo año.

Hacienda de la Llave, San Juan del Río, 25 días antes de la muer­te del presidente Benito Juárez, 7:00 am.

La hermosura de aquella ama­zona ladrona, la figura y su cuer­po desnudo en la cama, era el vi­tal signo de que el plan funcionaba de maravilla, no rebasaría apenas unos veintisiete años, de cabello negro áspero y ondulado, su piel es tersa como un durazno y sus pe­chos grandes y carnosos.

Llama la atención un tatuaje en su cadera derecha, dos pistolas cruzadas y una bandera con una cruz del apóstol Santiago —sig­no de ser cofrade conservadora de los cotos de poder de la distingui­da ciudad de Querétaro—.

Al despertar no tuvo empacho alguno de taparse, se levantó con lozana desnudez y caminó hacia en donde estaba el mueble, se sentó en el banco de fina tela y comenzó a peinarse, mientras de reojo ob­servaba a su acompañante, él ad­miraba su piel color canela que an­te la luz se miraba tersa, aunque algunas marcas de disparos en su muslo izquierdo, le daban la razón de ser la famosa ladrona, que en una costumbre añeja, robaba a los ricos para repartirlo a los pobres, era la que la gente llamaba “La Ca­rambada”

Leonardo Márquez, es tal vez el enemigo más fuerte de Juárez, un militar de profundas raíces creyen­tes, de apodos grandes y suntuosos, odiado por los ejércitos liberales y temido a gran, no tuvo compasión con los enemigos, un carnicero en los campos de batalla.

—Dime Emilia ¿lograste con­tactar a Sebastián?

—Es claro que sí, tengo ya la hierba y el brebaje de la bruja Tu­cumba, quedamos en ciento vein­te monedas de oro, de las cuales so­lo treinta serían para ti.

—Me conformo contigo y salgo debiendo ¿ya te dio las monedas?

—Tengo todas, a resguardo cla­ro, mis hombres son mi mejor pro­tección.

Los dos amantes tenían un plan que lo consideraban propicio, en aquellos días el presidente Juá­rez fue invitado a una cena en la misma hacienda en donde se en­cuentran, ella deberá aprovechar la oportunidad y lograr hacerse de la atención del mandatario, en mu­cho está en juego no solo el creci­miento del movimiento conserva­dor, sino existen afrentas que pa­gar, especialmente a Porfirio Díaz y Juárez.

¡Serán liquidados!

El salón principal de la hacien­da es brillante, de pisos de madera, un fino velo cubre todas las venta­nas y deja pasar el viento frío de la región, las velas están en perfecto estado e iluminan repetidos des­tellos de los cristales cortados. La música toca los valses recién estre­nados en Viena y el licor corre jun­to con las viandas de manera certe­ra, los invitados — todos estricta­mente vestidos de gala— le dan a la noche un toque especial.

Una mujer llama la atención del presidente Juárez que está cercano a Lerdo de Tejada, ambos compar­ten el vino —de extracción arago­nés con un poco de miel, de notas suaves y marcadas por la mora, al­canzan a distinguir algunos tonos de roble—.

La doncella se hace llamar Ma­siel — es Leonarda Emilia, la la­drona de piel canela— que a tiem­po dista mucho de un nombre co­mún, pero sabe el presidente que toda esa noche tendrán secretos que esconder, se miran algunas máscaras de festivales venecia­nos, como si fuera el comienzo del carnaval, los escotes de las mujeres ponen nervioso al que más.

Se acercó con dos copas de la misma botella que ellos, y atenta a los ojos del presidente fue direc­ta en la forma y el elegante modo de hacerse ver.

—¡Un gusto saludarle Sr Pre­sidente!

—Hermosa flor de aromas sua­ves, le coronan su belleza joven mujer— inspirado el mandatario le contestó.

—¿Sería menester lograr hacer un brindis con su excelencia?

—Para un servidor es un pla­cer… — dijo Juárez y tomó la copa de la mano de la mujer, quien ale­gremente dejó sus dedos para ro­zar su mano.

—¡Por sus bellos ojos gentil da­ma!

—Por los míos.

Tomaron el contenido hasta el fondo.

Sebastián Lerdo de Tejada so­lamente sonrió, sus ojos se clava­ron en los de Masiel, ambos aún saboreaban aquél pacto que no fue de sangre, sino de pasiones y os­curas figuras, de desenfreno y au­mentada pasión, se había logra­do que se tomara el presidente el brebaje, solo será cosa de contar los días.

Foto: Especial
Etiquetas: Lerdo de TejadaPorfirio Díazqueretaro

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