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La contrarreforma

ESTRICTAMENTE PERSONAL

por Raymundo Riva Palacio
3 septiembre, 2020
en Editoriales
El reguilete de Lozoya
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Una vez que está claro qué es lo que quiere como país el presidente An­drés Manuel López Obrador, se pue­de concluir que un transformador, co­mo aquellos que llevaron a cabo la Independen­cia, la Revolución o las Leyes de Reforma, no es, ni será. Lo dirá de palabra, y quizás hasta lo crea, pero en su código genético lo que aparece es la contrarreforma. ¿Está mal? Depende des­de qué óptica se mire. ¿Beneficiará al país? En un mundo globalizado, altamente interdepen­diente, quizás no. ¿Ayudará a los pobres a ser menos pobres? Probablemente lo que conse­guirá será empobrecer a más mexicanos, por­que la ruta para mejorar los niveles de pobreza y el bienestar, no pasan por una economía mo­ral, sino por una política tributaria progresiva, contra la que está en desacuerdo.

El universo sobre el cual está embarcado pa­ra su demolición lo ubica en cinco sexenios, de Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Fe­lipe Calderón y Enrique Peña Nieto, que llama genéricamente como la era del “neoliberalismo”, un periodo que parece estar determinado por sus obsesiones –Salinas- y rencores –Calderón-, más que por razones ideológicas, como se puede observar en su deseo explícito para que se enjui­cie por corrupción a los ex presidentes, en don­de pareciera excluir a priori a Zedillo y a Fox. Es claro su revanchismo, aunque públicamente di­ga lo contrario en el caso de estos dos, porque en el de Peña Nieto, obedece más a la cercanía en el tiempo y a las presiones de sus cuadros ra­dicales que a su deseo existencial.

En el planteamiento de López Obrador, co­mo lo dijo en su discurso del 1º de septiembre, nadie lo va a mover de la postura que ha mante­nido toda su vida. La pandemia del coronavirus lo obliga a hacer ajustes, como admitió, pero en lo esencial, “no vamos a apartarnos del espíritu del compromiso adquirido”, porque son lo que ha soñado y ofrecido “desde hace muchos años”. Es cierto. Como botón de muestra: durante la campaña presidencial de 2012, dijo que el apa­rato burocrático era demasiado grande –estima­da en 2018 en un millón y medio de empleados-y que él podía gobernar con tres mil trabajado­res. La guillotina a la burocracia ha sido fuerte en su gobierno en nómina, prestaciones y es­tructura, y el adelgazamiento no cesa. “Auste­ridad republicana” es como define el proceso.

López Obrador es terco, lo que ha sido una virtud y defecto. “Algunos críticos piden que se gobierne en sentido distinto, que prescindamos de nuestro ideario y de nuestro proyecto”, expre­só. “Piden, en suma, que yo traiciones mi com­promiso con la sociedad, que falte a mi palabra y que renuncie a mi congruencia. Y eso, lógica­mente, no va a ocurrir”. ¿A alguien no le ha que­dado claro que va derecho y no se quita?

Pero lo que él plantea como la “cuarta trans­formación”, es grande en ambición y corta en ejecución. Esa transformación significa, en mu­cho sentidos, regresar al sistema político y al modelo económico previo a 1985, cuando en el gobierno de Miguel de la Madrid se modificó la economía con la apertura al mundo y al libre comercio, y luego lo político, durante los gobier­nos de Salinas, Zedillo y Fox, con reformas de primera y segunda generación democráticas.

Ese México que se fue construyendo, nun­ca pasó del periodo de transición a la consoli­dación. La transición es lo más delicado, por­que es cuando las fuerzas que reaccionan a ella, pueden llegar a revertirla. Si una transición du­ra en promedio 15 años –salvo la española que se consumó en ocho-, ese inacabado proceso en México, que se ensució con la ineficiencia de gobiernos anteriores y actos de corrupción insultantes, provocaron que el péndulo regre­sara y la gran mayoría cargara a López Obra­dor a la Presidencia.

Desde ahí ha ido desmantelando las refor­mas económicas que se hicieron durante el se­xenio de Peña Nieto, y la educativa, que pien­sa el Presidente que es la peor de todas. Pero lo que está instalando no es un modelo nuevo, si­no uno con olor a naftalina. Las reformas las ha modificado fácilmente porque, como anta­ño, donde el PRI ejercía de manera autorita­ria el poder, tiene un Congreso que es su brazo electoral y hace lo que quiere. López Obrador manda una señal en la conferencia mañanera, y la bancada de Morena acata. Cuenta también con el apoyo en la presidencia de la Suprema Corte, con uno de los presidentes más compla­cientes con el Ejecutivo desde la reforma al Po­der Judicial en 1995.

Su transformación es restauración. Salvo por la ortodoxia fiscal que mantiene -el dogma de los gobiernos “neoliberales”-, el sistema econó­mico que está instalando significa una fuerte in­tervención del gobierno en la actividad econó­mica, donde decide y regula a las fuerzas pro­ductivas. López Obrador lo expresa diciendo que el poder económico no volverá a mandar en México, como en el pasado, y actúa en con­secuencia al someterlo, amenazarlo y confron­tarlo. Su proyecto emana de la corriente estatis­ta nacionalista que controló al PRI hasta el se­xenio de Salinas, quien rompió con ella. De ahí su defensa a ultranza de Pemex y la CFE, pero no en el contexto de un mundo globalizado, sino dentro del modelo que existía hasta el gobierno de José López Portillo.

La restauración incluye nuevas paraestata­les, como una Conasupo reciclada y una empre­sa que distribuya y comercialice medicamen­tos. Quiere organismos que controlen las tele­comunicaciones y ofrezcan televisión abierta a nivel nacional, así como servicios bancarios. Ansía demoler el servicio civil de carrera y todo lo que tenga que ver con transparencia. Y como era muy costoso acabar con los órganos autóno­mos, los está colonizando.

Este es el fondo del proyecto de López Obra­dor, la contrarreforma, que verbaliza como la transformación del porvenir mexicano. Pero no hay que juzgar al Presidente por lo que va a ha­cer, sino por sus resultados.

rrivapalacio@ejecentral.com.mx

twitter: @rivapa

Etiquetas: ANDRÉS MANUEL LÓPEZ OBRADORLeyes de ReformaRevolución

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