El joven Ignacio José de Jesús María Pedro de Allende y Unzaga, hijo de acaudalados españoles que vinieron a hacer riqueza a las tierras de la Nueva España, le habían dado por costumbre ser trabajador y atento —más del debido— a todas las cosas que tuvieran que ver con las personas y el trabajo ¡en ninguna ocasión le faltara el respeto! a personas que les dignificaban con el aseo de sus majestuosos palacios virreinales —decía su padre Domingo Narciso de Allende y Ayerdy— o le cuidara sus caballos.
—¡Las personas Ignacio! ante todo son iguales a nosotros, llenas de sangre por dentro y de pasiones y malas costumbres, pero ¡personas al fin! — Le aleccionaba a su joven hijo que desde pequeño soñaba con ser parte del ejército de la Corona en la Nueva España.
¡Y seguro lo sería!
Sus grandes cualidades como jinete, su buena facha, su galanura, pero ante todo ¡su gran inteligencia! que rebasaba por demás a todos los jóvenes de la escuela de cadetes de la reina, sus días en San Miguel el Grande eran en ocasiones llenos de una gran bravura, toreando a los bureles en sus haciendas o desdeñando a sus caballos en el cuidado ¡en ocasiones sacando las garrapatas a los belicosos azabaches! y otras, simplemente observando a las chicas de la plaza.
Podríamos decir que una vida tranquila y apacible, como la del campo que todos deseaban, sin preocupación alguna.
Siendo ya un cadete destacado y perteneciendo al batallón del primer Conde de Calderón, Don Félix María Calleja, es subido de rango militar —para la envidia de quienes le odiaban— le tocó una situación apremiante.
Una carreta que llegó de las minas de Guanajuato ofrecía a seis mujeres a la venta dentro de la plaza principal de San Miguel el Grande —una población cercana a las tribus chichimecas, que aún propiciaban algunos escándalos por las tierras de la sierra chica— dentro de la carreta las mujeres desnudas —con el asombro mínimo de la población, pareciese algo común en estas tierras— se subastan al mejor postor.
Amarradas de las muñecas y de los tobillos, sus partes nobles eran cubiertas con pedazos de tela —unos guiñapos apenas— se notaban a tres de ellas criollas, las demás posiblemente nativas de la sierra gorda de las misiones juníperas, allá por las sierras de la selva, como le decían los militares.
Siendo el joven Allende destacado de entre los militares de la zona, entrando frente de la parroquia en su caballo, uno de sus capitanes se le acercó para cuestionar al mercader que latigueaba a las mujeres —que a leguas se miraba diestro en el maltrato—.
Ignacio bajó de su montura y con claridad le dijo al comerciante de mujeres:
—¿Sabes que en San Miguel está prohibida la venta de esclavas?
El mercader al ver el rango se andaba con mucho tiento, pues podría salir mal de la entrevista.
—¡Su excelentísima! son apenas unas simples esclavas de favores carnales, tengo permiso del ayuntamiento para su venta ¡no son hechiceras! inclusive se les mira buen diente y carnes ¡toque Usted su serenísima! — le platicaba mientras reverenciaba una y otra vez ¡en tenor de que así se debía hablar a un grado del ejército de la Corona!
—¡Mire serenísima! puedo tal vez ¡si Usted lo autoriza! otorgar a dos de ellas para sus quereres ¡si no se ofende con la oferta joven.
—¡Calla con la oferta mercader! te puede salir caro, la cabeza de por medio.
Al caminar junto a quienes ofertaban por las mujeres, se dio cuenta el joven Capitán Ignacio, que no había más interés sobre las mujeres ¡que el carnal!, que se sabía podían comprar — solo peninsulares— a las jóvenes por esclavas.
Se acercó el capitán a un joven mulato que servía de perro de un amo, un poderoso comerciante de la plata del Real Camino de las Minas y le preguntó en su lengua:
—¿Quiosque con tu amo?
—¡Sele por las mujeres!
—¿Quianto?
—¡Dos reales de bulto de a ocho!
Era un precio alto para las seis mujeres.
—¡Mercader! atiende— dijo el joven Allende.
—¡Diga su serenísima!
—¡Te doy seis reales de a ocho de bulto y dos medios escudos de oro, por las seis mujeres! ¡y te largas de San Miguel! no poniendo pies en lo que te quede de vida o te corto las manos.
Al mercader le temblaron las piernas y el sudor le recorrió la nuca.
—¡Su excelentísima! tengo permiso del ayuntamiento ¡es mi sustento de vida! —sin dejar de reverenciar—.
—¡No encontrarás mejor oferta en toda la región!
—Pero ya no regresar implica la caída de mi negocio.
Allende le pagó y se llevó la carreta.
—¡Su excelentísima! —gritó el mercader— ¡la carreta tiene costo.
Casa del Corregidor de Querétaro, Miguel Ramón Sebastían Domínguez Alemán, enero de 1809.
El suntuoso palacio del Corregidor —un laberinto de intrincados pasadizos estilo Versalles— dejaba claro que el poder civil apenas distanciaba del religioso, solo es cuestión de comparar, para lograr saber que los peninsulares dominaban la estructura social de castas y en ello —por simple organización— eran la punta de la pirámide del poder.
Las tertulias continuas de los autollamados “insurgentes” eran más el lograr componer la relación de las personalidades — todos líderes complejos— antes de que tratar de quitar el poder a los peninsulares para traspasarse a los criollos, negados de cualquier grado superior fuera militar, civil o social.
Al cura Hidalgo de la Villa de los Dolores, un hombre culto y sonriente, que le apetecía más la literatura y las viandas, así como sencillo y ligero con las doncellas, el capitán Allende le resultaba presuntuoso y altivo, de la misma manera al Capitán Allende, Hidalgo le parecía en mucho separado de la condición de un cura, es más, pareciera más un borrachín de pueblo, que la figura serena de un clérigo. Las canas de Hidalgo y su calvicie marcada, le pareciera tener más años, pero era hábil con la palabra y tenaz con justificar la existencia de un movimiento armado en contra de la corona, —cosa que de saberse por el virrey les costaría la cabeza a todos—.
—Así que joven Allende parece famoso en San Miguel por recoger mujeres en venta y pagar buenas piezas de oro por ellas —le preguntaba pícaro Hidalgo al capitán—.
—Los favores que hago a mi conciencia no son públicos Sr Cura.
—¡Pero algo impúdicos! — rio Hidalgo.
«…no hay peor momento que la mentira se apiade del corazón del ignorante… – pensó Allende»
En eso estaba cuando increpó la presencia de Doña María Josefa Crescencia Ortiz Girón, la esposa del corregidor de la ciudad, una mujer hermosa, bien educada, de las mejores de la comarca, no solo en el sentido del liderazgo de casi mandar en la ciudad —por lo anciano del corregidor— sino el de conspirar abiertamente estar en contra de la corona española.
—¡Señores en mucho aprecio su visita! — altiva y consciente de su papel en este movimiento.
—¡Estamos para servir Doña Josefa! —al unísono.
Guanajuato… 1810
La molestia de Allende era devastadora, Hidalgo había permitido el saqueo de la ciudad, la chusma se había apoderado de todo lo que encontraron ¡violaron mujeres! mataron a mansalva, obtuvieron monedas de oro — que luego fueron confiscada casi todas a la chusma por parte del capitán— tomaron vinos, viandas, muebles y quemaron casas.
¡Una barbarie!
¡La educación del joven capitán estaba rebasada! cierto es que en la guerra y en los botines, se apropian de infinidad de cosas —la mayoría para subsistencia de abono a la causa— pero el salvajismo que se miraba ¡fue caótico! cuando Allende estuvo cerca de Hidalgo, lo citó en su cuartel de la Alhóndiga de Granaditas, el granero de la ciudad, una vez tomado en su totalidad. En el cuarto de mando, Allende daba vueltas por toda la mesa ¡nervioso y colérico!
¡Cuando entró Hidalgo se le fue encima! lo tomó de las solapas de su chaquetón y lo puso contra la pared.
—¡Llevo años a las órdenes de un sistema militar! soy el capitán de mayor galardón de la comarca y ahora Usted me hace entrar a una ciudad en desorden y junto a una serie de malandrines pelados ¡que solo buscaban venganza!
¡Le gritaba cara a cara!
Hidalgo simplemente escuchaba.
¡De un fuerte empujón lo sacó de balance con fuerza de las muñecas del capitán! tiró hacia abajo y logró evadirse, luego Hidalgo se limpió las solapas, se quitó el chaquetón y serenamente se sirvió un vaso de vino.
El capitán bufaba por el enojo…
—¿ha sufrido hambre alguna vez en su vida Allende?
—¿Perdón?
—¿Qué si ha sufrido hambre alguna vez en su suntuosa vida de privilegio? ¡eso dije!
—¡No! por bendición de nuestro señor, nunca.
—¿le han matado hijos capitán? o ¿se los han escondido o guardado para no volverlos a ver en su existencia?
—¡Por Dios no!
—¿Le han abusado de carnes a su madre frente a Usted y estar consciente que no recibirá castigo el ultrajador?
—Líbreme, ¡Dios!
—Lo que Usted vio joven capitán es una muestra del hartazgo de las personas de años de estar sirviendo de escupidera de los gachupines, de contener la cólera de un hijo que vio a su padre morir cargando la leña para preparar ¡un pinche café aromático del peninsular! de siglos de esclavitud y abusos en contra de los nativos de estas tierras.
—¡Pero no son el modo Hidalgo! y lo sabe.
—¡No nos pondremos de acuerdo Allende! pero cada doncella que salvaste al comprarla, darles tus apellidos para que fueran reconocidas como criollas, el conseguirles casas de habitación y lograr desposarlas con galantes amigos tuyos ¡vienen de esas familias abusadas y ultrajadas!
Ya más calmado —asombrado de que el cura sabía sus caminares— el capitán Allende reaccionó a la cólera, comprendió los abusos ¡nunca los justificó!
¡Y aceptó!
El cura Hidalgo le sirvió un vaso de vino, se lo entregó en propia mano, acomodando inclusive dedo por dedo, como obligando.
—¡Salud joven capitán Ignacio Allende! que la vida nos acompañe… en este comienzo del levantamiento en contra de los peninsulares y cómo dijo Usted: ¡que Dios nos cuide!
—¡Que así sea! — respondió el gallardo joven capitán Allende.