Si las palabras significan todo cuanto de ellas sabemos, las dádivas, aportaciones, óbolos, cooperaciones “voluntarias”; “entres”, “moches”, obsequios y cualquiera otra de las muchas formas de recibir dinero para la actividad política –entre el disimulo y el compromiso–, son exactamente iguales. Describen lo mismo. Como también cohecho, raptación, sobornación, soborno, “mordida” y coima.
Lo demás es jugar con las palabras y hacer malabares con la responsabilidad.
La entrega de dinero sin reporte ni origen especificado, en montos discrecionales en una campaña electoral no sólo es una costumbre; también –si no se reporta formalmente –, es un delito.
No importa si lo hace Pemex, Oderbrecht o Carlos Ahumada. No cuenta más o menos si se lo entregan a Emilio Lozoya a René Bejarano o a Pío López Obrador. Tampoco el monto hace distinción. El hecho es el hecho.
El fin para el cual se usen esas dádivas aparentemente inocuas y fervorosas de un credo redentor, puede ser diverso, pero la piedad no cura el método, ni las buenas intenciones enderezan jorobados. Lo mismo se corrompe quien usa los fondos ilícitos para comprarse un Ferrari o para movilizar campesinos en favor de una causa o cerrar el Paseo de la Reforma y el Zócalo en el infatigable propósito de llegar al poder.
Tan delictuoso es asaltar un banco para gastarse los dólares en Las Vegas o Montecarlo, o financiar un movimiento guerrillero, como hacían los de la Liga 23 de septiembre. ¿Ya no recordamos cómo los comunistas se clavaron el rescate de Rubén Figueroa? El fin no justifica los medios, así lo digan Maquiavelo y sus amigos.
Pasar la charola, como en la iglesia hacen los monaguillos, es práctica frecuente en todos los partidos políticos, por eso hay leyes restrictivas para tales prácticas, las cuales –por desgracia— no existían, como tampoco los partidos ni los órganos electorales, cuando Leona Vicario, la figura histórica de moda, les ayudaba a los insurgentes en su larga lucha por la libertad de México.
Por cierto, tampoco había cámaras de imágenes en movimiento, eso lo inventaron –todo mundo lo sabe–, los hermanos Lumiére en el lejano 1897 (doña Leona pasó a la eternidad cívica en 1842 y fue declarada Benemérita y (no se ría, es en serio), “Dulcísima Madre de la Patria”,el 25 de agosto de ese año, por don Nicolás Bravo (guerrerense de cuando Guerrero no era estado) , quien antecedió (y sucedió también) a López de Santa Anna, Serenísima Alteza nuestra.
Dulcísimos y serenísimos nuestros héroes (cursilísimos). En fin.
Doña Leona soltaba los maravedíes de su menguada hacienda (y también los haberes de Andrés Quintana Roo) en favor de los combatientes por la patria a quienes proveía de alimentos, información y artículos en el periódico pues esos textos magníficos eran el pan del alma libertaria.
Por eso tampoco tenemos grabaciones visuales de cuando los insurgentes asolaban haciendas y rancherías para sostener a sus improvisadas tropas. Pero una cosa es la dádiva, la aportación y otra el botín de guerra.
Por cierto, y si se me permite la digresión, ahora nos anuncian en Chapultepec (pobre Chapultepec, ya lo deberían dejar en paz), el Paseo de las Heroínas y mientras leo y releo la lista de esplendores femeninos (hasta Sor Juana, cuya participación en la Independencia me queda brumosa), no encuentro a una alcaldesa notable, quien ha sido benefactora de la heroína, me refiero, claro a la guerrerense María de los Ángeles Pineda.
O a lo mejor se trata de otra clase de heroína.
Si ella no fue presidente municipal de Iguala como su marido, poco importa; Doña Josefa Ortiz de Domínguez tampoco era “corregidora”; el Corregidor era su esposo, don Miguel Ramón Sebastián Domínguez de cuya memoria nadie guarda registro.
Pero si de heroína se trata, ahí esta Iguala, donde Don Vicente vio cómo se cambiaba su credo porque ahí, ahora, “La amapola es primero”.
Pero si en la Independencia doña Leona movía capitales, ahora lo hace Don León (David) , un caballero rollero (¿o Romero?) y labioso, cuyo nombramiento como futuro director del monopolio (en ciernes) de la distribución estatal de medicamentos y fármacos diversos, se ha quedado colgado en el aire por las dádivas inoportunamente grabadas y divulgadas con precisión de torpedo contra el buque insignia de la tetramorfosis, para probar cómo todos los gatos son pardos, cosa bien sabida desde aquella primera temporada estelar en cuyo elenco figuraron René Bejarano, Carlos Imaz, Ramón Sosamontes y un payaso de cabellera verde a quien todavía hoy, rencorosamente, le siguen cobrando el agravio.
Pero no nos engañemos, si en el pobre el alcohol es vicio de embriaguez, en el rico es alegría.
Por eso ahora la comprobación de lo ya sabido hasta la saciedad (y la suciedad en la sociedad) , el movimiento de dinero para “la causa” (cuyo origen y destino no se conoce ni se registra ni se audita, ni se supervisa como debe ser en asuntos de interés público) , es evidencia mínima para justificar las cosas, invocando cómo se han financiado todas las revoluciones del mundo, según se nos ha dicho en el siempre historicista catálogo de anécdotas con espacio para el no menos abundante vademécum de comparaciones justificantes y eternamente exculpatorias –con la referencia pasada o presente–, cuyo remate oratorio es circular: no somos iguales, México ya cambió, ya no es lo mismo, etc. etc.
Y así, mientras las posibilidades catastróficas advertidas desde hace meses por el doctor López-Gatell (“Gatinflas”), secretario de Salud en funciones cada vez más amplias y complejas, se hacen realidad y los panteones se saturan, mientras los hospitales rejegos se mantienen con espacios disponibles, los mexicanos disfrutamos la nueva serie de la televisión: video contra video.
El dinero productivo escasea en todo el país, pero nos quedan denarios y dracmas para hacer museos y calzadas flotantes en Chapultepec (otra vez Chapultepec).
Planeamos el Museo del Maíz (de seguro tendrá una amplia sala dedicada a la importación del cereal) y el no menos necesario Cubo Escénico o la indispensable Bodega Nacional de Arte y el Pabellón Contemporáneo Mexicano (PCM), mediante una intervención de “acupuntura”, según dice una señora llamada Dolores Martínez Orralde, quien cobra como subdirectora general del Patrimonio Artístico Mueble del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL). ¡In di moder…!
Ahí nomás p’al gasto, mi buen.
Pero así va la vida en los tiempos del Covid. En el otro mundo hay 60 mil personas cuyos ojos ya no pueden releer estas líneas de “La jornada”del lunes 27 de abril de 2020 (hace 4 meses):
“…Las medidas de mitigación promovidas por las autoridades de Salud y acatadas en gran medida por la población para enfrentar al Covid-19 han permitido domar la epidemia y evitado que se disparara, como desgraciadamente ha ocurrido en otros países, consideró el presidente Andrés Manuel López Obrador.
“Aquí el crecimiento (de la curva epidémica) ha sido horizontal; esto nos ha permitido prepararnos muy bien para tener todo lo que se requiere de equipos médicos y especialistas…”
Los muertos en tan catastrófica cantidad, seguramente eran opositores, adversarios, conservadores, o algo similar, cuya falta de solidaridad social prefiere la muerte, con tal de no reconocer los avances sanitarios emprendidos y logrados por las benefactoras autoridades de salud actuantes en esta nueva revolución nacional.
Y así la vamos llevando, paso a paso y peso a peso.
Obviamente la oleada de la estigmatización avanzará cada vez más contra los medios de información y en especial hacia los columnistas “chayoteros” (calumnistas); periodistas embusteros (y “embuteros”) y demás beneficiarios de la putrefacción neoliberal caya conducta no los ha hecho ni siquiera merecedores de doctorados “honoris causa” o asientos de primera fila en el discurso de cada mañana.
Pero ni modo. Cada quien sus clásicos.