DIANA BAILLERES/ESPECIAL
Los Álamos en el bello estado de New Mexico, es actualmente el asiento del Laboratorio de Investigación Nacional de Estados Unidos. Es una pequeña ciudad moderna donde habitan solamente quienes trabajan en esa institución y todas las que se relacionan con sus actividades, ahora ampliadas por la investigación biomédica y otros proyectos como la nanotecnología y la terapia nuclear.
Un día estuve allí. Por la mañana habíamos partido de Santa Fe. El viaje hasta Los Álamos fue un trayecto entre montañas boscosas donde aún habitan en libertad osos grizzli. Uno de esos paisajes en los que la fauna se aproxima en demasía al hábitat humano. Pasamos parte del día recorriendo el museo dedicado al Proyecto Manhattan con el cual, el presidente Roosevelt, dio el banderazo en 1942 para la construcción y pruebas de la bomba atómica, en un acto revanchista por el ataque a Pearl Harbor, con el que Japón obligó a Estados Unidos a entrar a la segunda guerra mundial. Todavía se discute en la Historia si el bombardeo atómico fue necesario después de la rendición de parte del eje Roma-Berlín-Tokio en abril de 1945.
Actualmente, por lo menos cuando paseé por sus calles, hace unos siete años, uno de nuestros anfitriones no dejó escapar la oportunidad de comentarnos que el nivel de vida de los habitantes de Los Álamos es el más alto de Estados Unidos y es decir muy alto en relación con lo que sabemos del producto per cápita de otras poblaciones. Considerando los altos salarios, de quienes laboran en el LANL, cuyas certificaciones son para doctores en física, óptica, médicos, biólogos, químicos e ingenieros, sus salarios oscilan entre 300 y 400 mil dólares anuales.
Este nivel es visible en Los Álamos porque la gente que transita por sus calles conduce autos nuevos, acharolados, las mujeres elegantemente vestidas compran helados a sus hijos, acompañadas de niñeras o nanas, mientras otras toman café en ¨Starbucks” como si del Café de la Paix frente a la Ópera de París, se tratara. Escenas que no son propiamente el estilo del norteamericano de cualquier parte de ese país multicultural por excelencia y en el cual, la atmósfera que se respira es capital trabajo y una burguesía floreciente. Son las esposas e hijos de los científicos que hacen investigaciones en este centro cuyos objetivos no han cambiado mucho desde que se construyeron las bombas más letales en la historia de la humanidad.
En la información que despliega el museo, ante un mural de fotos de la gente que se encontraba en Los Álamos durante los años del proyecto Manhattan, supe que nadie, de quienes trabajaban en el proyecto sabían para qué era todo aquello. A Los Álamos se trasladaron a vivir 6000 científicos con sus familias. Entre ellos se contaban Premios Nobel como Enrico Fermi, Niels Bohr y Hans Bethe. En laboratorios y plantas de producción repartidos por todo el país trabajaron más de 125 000 personas. Sólo los altos mandos del proyecto sabían los objetivos: construir un arma de destrucción basada en la fisión del átomo y esa fórmula de Einstein mundialmente conocida sobre la energía: ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.
De un modo muy simple sintetizo los informes militares de los ingenieros y físicos del Distrito Manhattan que dicen a la letra: en una explosión atómica, la energía no sólo se libera por el ordenamiento de la identidad de los átomos sino que se cambia la identidad de los átomos. Una fracción de masa de uranio235 o plutonio se transforma en energía multiplicada por la velocidad de la luz, lo que se traduce en una elevación de la temperatura a 200 millones de libras de agua hirviente a 212 grados F. Una bomba atómica genera también una onda de alta presión que causa mayor daño en edificios y otras estructuras. Otro daño y el más temido es la emisión de grandes cantidades de radiación por las ondas más cortas de luz de rayos gamma originado por temperaturas extremadamente altas, que equivale a una exposición excesiva de rayos X.
El Proyecto Manhattan, un secreto bien guardado durante meses que se convirtieron en años, excepto de físicos, matemáticos e ingenieros, aquellos científicos europeos que habían emigrado a Estados Unidos antes o durante la guerra; los demás, y hasta sus familias, ignoraban qué estaban haciendo y para qué, sólo las mentes de donde había salido la idea, estaban enterados de las intenciones del gobierno que pagaba muy bien todo lo que ellos sabían. Al mismo tiempo no imaginaron los efectos de Little Boy como se bautizó al artefacto y del Fat Man, nombre de la bomba que se lanzaría sobre Nagasaki tres días después de Hiroshima.
Todos los informes e historia oficiales hablan del poder destructivo de Little Boy. Poco sabemos del efecto sobre la gente en su mayoría civiles. Hiroshima y Nagasaki eran ciudades de más de 200 mil habitantes de las cuales quedó aproximadamente la mitad. Ambas ciudades próximas al mar en el suroeste del archipiélago japonés, con diferente topografía, cualidades que influyeron en la forma en que se desplazó la explosión. Hiroshima más plana. la explosión en el centro de la ciudad la dejó prácticamente abierta.
Nagasaki una ciudad con montañas cercanas propiciaron que el calor se alojara y encerrara produciendo mayor efecto sobre la población. Hiroshima no había sido fuertemente bombardeada antes, así que la población el 6 de agosto a las 8:15 de la mañana estaba en sus actividades habituales. Las alarmas habían sonado varias veces en ambas ciudades sin que el esperado bombardeo se diera; Nagasaki era un blanco más preciado, allí se ubicaba la planta Mitsubishi de armamento. Uno de los campos de concentración de trabajo de los prisioneros le servía de escudo ante un eventual ataque. Fotos testimonian la destrucción del edificio de la fábrica el 9 de agosto a las 11:01 tiempo en que la bomba de plutonio, lanzada en un paracaídas estalló a 600 metros del suelo.
John Hersey, periodista de The New Yorker se trasladó a Japón donde recolectó la experiencia de seis hibakushas –sobreviviente en japonés- después de la explosión. Un reportaje ya clásico, Hiroshima, expone las narraciones vívidas de quienes dieron voz al recuerdo de lo sucedido aquella mañana del 6 de agosto y después. La supervivencia entre los escombros, las quemaduras por las ráfagas de fuego, la oscuridad y los efectos sin explicación de la aparición de síntomas como vómitos, diarrea, manchas rojas en la piel y caída del cabello en grandes mechones. Nadie había padecido hasta entonces una radiotoxemia de esa magnitud, unos cuantos podían saber de qué se trataba, acaso los físicos japoneses.
Los testimoniales abarcan las horas en que la gente acababa de ser deslumbrada por una luz como de mil flashes y después arrasada por ráfagas de viento y fuego los habían atropellado donde se encontraban, en Hiroshima a las 8:15, en Nagasaki a las 11 de la mañana; después una gran columna de humo se había levantado y sus partículas comenzaron a caer convirtiendo el día en oscuridad. Las conversaciones no mencionan el dolor de quemaduras de tercer grado las cuales dejaron en sus cuerpos queloides que muchos nunca se operaron. El mismo día de las explosiones los japoneses sabían que algo raro había en aquel bombardeo que tenía un hedor extraño.
A los pocos días los hibakushas, que parecían no tener heridas en el cuerpo empezaron a perder el cabello por mechones, la incidencia de leucemia era más alta de lo normal: entre 10 y 50 veces más en quienes habían estado expuestos a la bomba a menos de un kilómetro del hipocentro y las quemaduras dejaron queloides, esas rugosidades o tumores verrugosos en la piel. En las primeras horas posteriores al evento, los hospitales se llenaron de gente con quemaduras de tercer grado en más del 70% del cuerpo. Algunos pedían auxilio desde los escombros y otros caminaban entre los incendios y el suelo caliente hacia los hospitales o buscando a sus allegados.
Uno de los descubrimientos más terribles fue que los niños que se encontraban en el vientre de su madre, en el momento de la explosión, nacían con cabezas más pequeñas de lo normal. Hasta finales de los años sesenta los análisis demostraron las aberraciones encontradas en el cromosoma de los hibakushas. Había otras enfermedades por contacto con la bomba, como varios tipos de anemia, problemas sexuales, mal funcionamiento del hígado, desórdenes endocrinológicos, envejecimiento acelerado, debilidad crónica, los hombres quedaron estériles, las mujeres sufrieron abortos y dejaron de menstruar.
Hasta el día siguiente de la explosión, los científicos japoneses empezaron a hacer mediciones sobre lo que sospechaban eran las radiaciones de una explosión. La gente en medio de sus dolores y pérdidas aún creía que había sido un bombardeo de TNT un poco más fuerte; no sospechaba que se trataba de una bomba atómica; 16 horas después el presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman lo notificó a través de la radio.
Entre los hibakushas dispuestos a hablar encontró médicos, viudas y a los jesuitas que protegieron a los mayores de la orden de un noviciado a dos kilómetros del centro de la explosión, familias que se refugiaron en aquella misión. Destaca un sacerdote alemán Wilhelm Kleinsorge quien adoptó al Japón como su segunda patria y es testimonio vivo de los efectos de la radiotoxemia ya que en su larga vida que culmina en septiembre de 1977, el sacerdote nunca recuperó totalmente su vigor y salud y de manera intermitente retornaba a la hospitalización para recuperarse a través de dietas y vitaminas de la pérdida de glóbulos blancos, efecto de la radiación.
Otro hibakusha como el doctor Terufumi Sasaki aprovechó muy bien las ventajas financieras que los bancos daban para invertir después de la guerra y obtuvo un préstamo con el que construyó una clínica y la fue ampliando durante años con lo cual se capitalizó y convirtió a su familia en herederos de una fortuna. El doctor Fujii después de recuperarse de sus heridas, colgó un letrero en inglés en su consultorio y atendía a miembros de las fuerzas de ocupación con quienes practicaba el inglés y compartía el whisky