Arduo y quizá imposible sería el intento de explicar la relación entre los actos impuros y el uso de un simple cubrebocas para evitar la propagación del virus pandémico llamado como todos sabemos, COVID-19, pero en las incomprensibles urdimbres tetramórficas contemporáneas, cuando el galimatías y el absurdo son emperadores, el jefe del Ejecutivo y presidente del Consejo de Salubridad General de este país, ha condicionado el uso del KN95, con el fin de la corrupción.
También ha dicho, si el cubrebocas alentara el desarrollo —o mi tía tuviera ruedas, ¿verdad?—, me lo pondría de inmediato, cosa hasta ahora no vista por nadie, ni siquiera por el balbuceante y públicamente reprendido secretario de Hacienda, Don Arturo Herrera, y sus fallidas “analogías”.
Pero quedémonos ahora en la incomprensible vinculación entre dos mundos sin vecindad alguna: la ética y el contagio.
En esas condiciones de forzada relación, alguien podría decir, yo no me voy a lavar las manos hasta no ver erradicada la mugrienta costra de la corrupción y no faltaría quien se opusiera a la “sana distancia” entre las personas, para bajar los riesgos de contagio, hasta en tanto no sean eliminados de nuestra vida pública y privada (de una vez) la dádiva por debajo del agua o el enjuague por encima del canon.
Las actitudes inmorales, las conductas fuera de toda ética o legalidad, no deberían usarse, en machicuepas de verdadera propaganda, como condicionantes de la eficacia de las medidas sanitarias, excepto si acudiéramos a nuestra tradición católica y recordáramos cómo la santidad de Felipe de Jesús —pecador indomable en las Filipinas— modificó las leyes de la genética vegetal y la vida misma de una higuera, cuyo tronco seco volvió a la vida y soltó gordos y maduros frutos mientras el santo mexicano ascendía a los altares.
Si la higuera reclamaba la santidad de Felipe para reverdecer, la pandemia declinará cuando todos seamos puros y limpios, santos sin trámite de crucifixión; cuando nadie lucre de manera indebida y todos paguen sus impuestos, reparen el daño y se encierren obedientes en sus casas (como ha hecho de manera ejemplar el señor Lozoya), cuando las madres de los narcotraficantes vayan a misa a murmurar en los altares la conversión de sus hijos a quienes ya nadie deba amonestar por sus delitos ni su mala conducta, cuando vivamos en el reino de los cielos y la pureza nos marque como si fuéramos todos serafines, majestades, tronos o dominaciones.
Pero mientras eso ocurre —y en el nombre de la indeclinable propaganda anti corrupción—, la mano poderosa de nuestro Señor Presidente cierra los mercados al producto farmacéutico nacional, sucio y costoso y le encarga el suministro de medicinas a las Naciones Unidas, magno organismo internacional cuya inutilidad ha sido probada a lo largo del tiempo con evidencias de paquidermo multilingüe, como ya supimos en su malograda intervención en la fracasada venta de un avión usado por el faraón de Atlacomulco.
Y de paso resucita ese viejo complejo nacional de recurrir a la vigilancia extranjera en campos donde los de afuera en nada nos superan y cuya preferencia nos frena y nos retarda.
No se necesita demasiado para demostrar la raíz del atraso de México en el conjunto universal: la dependencia, la frustración económica cuyos antecedentes desde el tiempo novohispano poco se modificaron en siglos.
La provincia gobernada por los virreyes, no tuvo tiempo ni aliento para desarrollarse y crear. Su condición de saqueo y expolio ha sido crónica.
Como dice David Brading al analizar la conformación de la élite religiosa como factor de poder y fermento del “patriotismo criollo de la época”, los religiosos llegados a la Nueva España desde Europa, no les concedían a sus “primos” americanos “dotes de gobierno”. No lo olvidemos; Hidalgo, antes de todo, era un cura y la religión católica es una de las causas del fracaso.
La tara de la vida colonial es esa, simplemente, ser proveedores para la riqueza de una metrópolis instalada en la molicie de su comercio, nunca de su industria.
De ahí provienen la ausencia científica, la poca inversión en el mundo intelectual, el auge extractivo de la minería (y siglos después del petróleo), la muy tardía y desfasada industrialización nacional, el subdesarrollo y lo peor: la mentalidad sumisa: todo lo pueden hacer mejor los extranjeros.
Así, como explicaba Montesquieu en “L’esprit des lois”(1748), la opulencia minera arruinó finalmente también a la metrópolis la cual tenía dinero para pagar sus importaciones y nula capacidad para fabricar sus productos e industrializar su mundo.
“…Las Indias y España –dijo—,son dos poderes bajo un mismo amo; pero las Indias son el principal, mientras España es el accesorio…”
No importa si por ese conjunto de contradicciones llamamos al rubio austriaco y lo vestimos de charro o les pedimos a las Naciones Unidas su intervención para comprar aspirinas, vender aeroplanos o mandamos analizar un reguero de huesos calcinados en las márgenes del río San Juan, a lejanos laboratorios (también austriacos) en Innsbruck, cuando bien podríamos hacer aquí los exámenes forenses cuyos resultados tampoco dejarían satisfechos a los industriales de la protesta, por cierto. Pero preferimos a los forenses argentinos, los “piro-sabios” peruanos y los “expertos” internacionales de la OEA.
Residuos tropicales del pensamiento colonial hasta para agradecerle al emperador del Norte su aparente gentileza de no tratarnos como colonia sin recordar —en la conveniente amnesia sometida—, las amenazas de progresivas tarifas comerciales si no hubiéramos puesto a su servicio el control migratorio de nuestras fronteras con la potencia y eficacia de una Guardia Nacional insolvente cuando se trata de narcotraficantes y huachicoleros.
Todo esto ocurre en días cuando la fiesta de cifras, cálculos, actualizaciones, semáforos de muchos colores, como un enorme arco iris de ineptitud, sustituye a la seriedad en el tratamiento de la epidemia abrumadora, y el subsecretario de Salud, vocero y consejero presidencial, Hugo López-Gatell (“Gatínflas”, para los amigos), colma el costal de piedras en nueve estados de la República, cuyos gobernadores deciden expresamente solicitar su dimisión, con lo cual no van a conseguir nada sino su canonización, porque no se sabe de mudanza presidencial alguna cuando la autoridad ejecutiva percibe cualquier grado de presión, excepto si viene de Donald Trump.
Pero los demás, podéis iros por el camino de Palenque a donde ya sabéis, sitio y destino mexicano por cierto muy concurrido, porque pronto a ese eufónico lugar le va a caber un país entero, con todos sus habitantes.
De nada van a servir las quejas de esos gobernadores, como de poco les han sido útiles sus demás actitudes de oposición. Viven sometidos, asustados, espantados a la hora de la hora, pero queden sólo para el registro estas palabras suyas.
“…Los gobernadores de 40 millones de mexicanos y mexicanas, demandamos al gobierno federal la salida inmediata de Hugo López-Gatell y que se ponga al frente, a un experto en la materia, con conocimiento y humildad para entender en toda su dimensión los temas de esta crisis de salud, tan grave como la que estamos atravesando.
“La emergencia sanitaria exige no solamente de un especialista, sino de un perfil con sensibilidad, inteligencia y un alto sentido de responsabilidad que el señor Gatell carece y lo demuestra cada vez que emite información contradictoria, confusa e incoherente que nos muestra el indolente número de muertes en México…”
Firman (para nada), Martín Orozco Sandoval, de Aguascalientes; Javier Corral, de Chihuahua; Miguel Ángel Riquelme, de Coahuila; José Ignacio Peralta Sánchez, de Colima; José Rosas Aispuro, de Durango; Diego Sinhué Rodríguez, de Guanajuato; Enrique Alfaro, de Jalisco; Silvano Aureoles, de Michoacán; Jaime Rodríguez, de Nuevo León, y Francisco García Cabeza de Vaca, de Tamaulipas.
En verdad es una pena.
Cuarenta millones de personas viven en esos estados y son gobernadas por esos individuos cuya gallardía y pecho a la metralla no van a servir absolutamente de nada.
La pandemia nos seguirá llevando al pandemonio.