La primera epidemia que sufrió la población asentada en nuestro territorio fue la viruela que apareció en 1530. En una primera versión, se pensó que un esclavo negro del expedicionario Pánfilo de Narváez fue quien contagió a la población nativa. Pero investigaciones posteriores revelaron que, en realidad, fueron los propios nativos que regresaban de viaje a la península ibérica, por supuesto bajo el mando de los conquistadores. Como haya sido, las consecuencias fueron trágicas. El virus “Anthoponic” diezmó la población en 90%. 25 millones fallecieron por causa del contagio. La viruela producía sus efectos por el simple estornudo cercano a la víctima. Para un pueblo exento de estos males, la vulnerabilidad era muy alta. Todo era asombro: ¿cómo el mero contacto salival podía ser tan mortífero? Es de imaginarse la desesperación de quienes se ocupaban de la salud comunitaria. No había paliativo alguno, ni menos medicamento que menguara los efectos virales que se manifestaban con fiebre y sarpullido causante de prurito. Hoy podemos decir, sin hipérbole, que nuestro pueblo ha pagado muy cara su relación con otros. Recordemos que no solo ha sido la viruela, erradicada hasta 1980, sino también la sífilis que nos han traído, como “regalo” perverso los marineros venidos de otros lares. Por solo mencionar ésta.
Pero cabe una aclaración: la presencia de la viruela data de 3 mil años antes de nuestra era. La India y Egipto están en sus orígenes. Bien lo saben los historiadores que registran la muerte de los mismos faraones. Pues, como ya lo he dicho en otras columnas, a nadie perdonan estas plagas, menos aún a quienes las desafían, considerándose inmunes a ellas porque así lo sentencia el poder aunque sea insignificante y pasajero. Como la vida.
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Mi reconocimiento y solidaridad con el personal de salud que hoy ofrenda vocación y vida para salvar la de otros, desconocidos quizás, pero seres humanos al fin que por accidente o, incluso por ignorancia e irresponsabilidad, dejan de respirar víctimas de una actualidad aterradora.