El negociador más importante de las peregrinaciones de la zona chichimeca hacia la gran Tenochtitlán, era sin duda Conín, un pochteca que intercambiaba magueyes por pieles, y era el encargado de surtir parte de las indumentarias de los guerreros águilas y los señores jaguares, mismos que compraba en la ciudad de Tepexic, de gran fama por el colorido y manufactura de los uniformes de piel que lucían los guerreros.
El pochteca Conín llevaba varios años recorriendo un peregrinar en el mes ce miquiztli, en donde llevaba varias personas hacia el cerro de la Tonantzin, para agradecer los favores, siendo esta vez algo especial su paso por la gran Tenochtitlán.
Caídos los puentes, humo saliendo de varias casas, las entradas custodiadas por señores con rostro de cabello, y animales extraños que él nunca había visto.
Cauto comprendió que eran tiempos difíciles para la ciudad, y que debía andar con sigilo, debido a que miraba las lagunas —la salada y la de agua dulce— llenas de sangre.
Rodeó la ciudad y desde cualquier sitio se miraba destrozos y fallecidos, llegó al cerro de Tépetl-yácatl-co —cerro nariz— e hizo la ofrenda a la gran señora, aquella de faldas de muertos y rostros sufridos.
Al acercarse ya para realizar sus ritos, un joven de rostro de cabello se acercó y en un idioma que no entendía, le hizo señas que le explicara quien era, el pochteca enseñó sus manos en señal de rendición —hincado— y le dibujó el camino que él había hecho.
El joven que bajó del animal grande que respiraba sudor de músculos bien definidos, y se dirigió hacia Conín, quien permanecía hincado, le tomó un colguije de oro y se lo arrancó, era la figura de la Tonantzin, con ojos de esmeralda verde traía de la selva del sur —un aposento lustroso y el dije de gran tamaño, una especie de pechera— ¿De dónde lo sacaste?… ¡contesta! — el indio no le respondía.
Al paso de los días el joven de rostro de cabello le hizo su compañía, intercambiaron comida, palabras y al poco tiempo, entre ambos trataban de darse a entender, la comitiva que acompañaba al pochteca se regresó a las tierras chichimecas —una tribu salvaje pero poderosa, que lograban tener sus dominios hasta los propios purépechas, hermanos de amantes de niños, como se les conocía, a pesar de ser nómadas— Conín trataba de lograr conocer el nuevo lenguaje, que ya lo había escuchado cuando con los mayas conoció a un príncipe que lo pronunciaba.
Al paso de los meses se entendieron bien, el joven de cabello en el rostro le hablaba de un salvador, de un misionero que tenía como fin acercar el corazón de todos los hombres, un profeta que había existido hace unos miles de años, en una zona muy separada de España…
—¿Eñpaña?— trataba de pronunciar Conín, pero algunas palabras no se le daban.
—¿Qué hay más allá de este cerro nariz?
—Hay tierras ricas y llenas de verdes llanos, el maíz se siembra en grandes cantidades por allá donde se mete el sol, son lugares que dominan las tribus chichimecas, un pueblo nómada pero que ha tenido una estructura sólida y son expertos en el juego de pelota.
—¿Qué es el juego de pelota?…
Las horas pasaban de forma rápida, tanto como para el pochteca como para el soldado español, los días fueron sus mejores aliados en conocer sus culturas y el tiempo les indicó que ya era momento de retirarse ambos, por un lado, Conín tenía que atender sus asuntos y el soldado fue designado al cuidado del templo mayor —o más bien lo que había quedado de él—.
—Amigo Conín agradezco tu gentileza de enseñarme tu lengua, será de gran ayuda para mí en estas tierras.
—Amigo camatltlitic —boca negra— te tengo un regalo una vez llegues a mis dominios, te encantarán los verdes aromas del valle color violeta, y el maíz que logramos es de los más grande que verás.
Ambos se estrecharon un saludo de manos, sabiéndose uno aprendiz del otro.
A la caída de la gran Tenochtitlán, de inmediato surgieron los trabajos para dominar aquellos grandes territorios, lagunas, valles y ríos, fue un ejercicio de dimensiones colosales, por un lado, la administración y el reporte de lo acontecido —que a Cortés le llevaba el total de su tiempo— el orden de apaciguar a tanto soldado conquistador que de repente y de improviso, les salían los ímpetus de buscar el oro y las mujeres.
Para las zonas del sur designó a Francisco de Orozco y Tovar, con doscientos hombres que le acompañaban para conquistar la zona conocida como Huāxyacac, de los hermanos mixtecos.
Hacia el oeste envió a Juan Rodríguez de Villafuerte para designar un pueblo junto a la otra costa, al pueblo de Colimán, con ciento cuarenta hombres decidieron cruzar horizontalmente los territorios, hasta llegar al mar.
Desde la isla La Española, se designó a Alonso Álvarez de Pineda, con la intención de reconocer los territorios cercanos a un caudaloso río Pasopano, un inmenso caudal que cruza casi todo el territorio conocido, los capitanes Luis Marín y Diego de Godoy, se hicieron de setenta y cinco hombres para la región conocida como Centla y tratar de apaciguar a los indios Chamolin —guacamaya roja—.
El capitán Hernán Pérez fue designado para las tierras conocidas como de los chichimecas, un asentamiento nómada que custodiaba los trescientos sesenta y cinco juegos de entrenamiento de los pueblos toltecas —aunque ya varios le habían informado que cuando Teotihuacán fue construida ya estaba aquel resquicio tolteca y los espacios de entrenamiento—.
Le habían advertido a Hernán Pérez que los comandaba un pochteca poderoso, sanguinario y lleno de fama de ser de mal genio y con pocas posibilidades de dejar enemigos vivos, su nombre:
¡Conín!
Así el capitán Hernán Pérez partió con trescientos veinte hombres hacia las tierras del norte de Tenochtitlán, camino que le llevaría a la frontera del imperio azteca, más allá de aquellas tierras había fuertes calores y noches heladas, por ello los pueblos no se fincaron sus lares en la región.
Al bajar los cerros ya cercanos a la llegada del valle del río —más allá de Tepexic— los recibió un mensajero vestido con armadura de caballero jaguar, quien les mostró un mapa dibujado en una piel de cervatillo, que les daba el camino exacto para la llegada a donde acampaba el señor supremo Conín.
Al paso de unos cuantos días, llegó Hernán Pérez a la presencia del campamento nómada de Conín, fuertes troncos de madera sostienen una carpa de pieles puestas como si fuera un techo, las mismas pieles dan la vuelta a una extensión de más de cincuenta varas, haciendo un palacio de maderas —solo comparadas con el Gengis Can mongol— una gran carpa mantiene custodiado al señor todopoderoso de la región.
Fuertes y bravos soldados que le custodian rebasan más de cuatro centenares, todos armados con arcos y lanzas de punta de obsidiana —filosa como una navaja para quitar el cabello del rostro— los españoles ya llevaban tiempo respetando esa maniobra que hacían los lugareños con esas lanzas, a cobro de orejas, cuellos y narices habían sido cercenadas en el enfrentamiento.
Al llegar a la carpa los soldados en un español casi correcto le dijeron a Hernán Pérez:
—Pasa Usted solo— todos se asombraron de ser recibidos en la lengua.
—¡Paso yo y mi capitán! — mientras se abría el paso y dejó claro que iba en trato de paz.
Al acercarse observó los tres niveles de tiendas que en pequeño se iban haciendo más pequeñas —como si hubiera diferentes capas— a su vez en cada resquicio entre tienda y tienda, guerreros custodian a su señor.
Cauto, estuvo delante del señor Conín, quien se acercó, le miró fijamente, el señor todopoderoso se hincó y levantó las manos en señal de amistad, se quitó su pectoral de oro de la Tonantzin con ojos de verde esmeralda, Hernán Pérez comprendió entonces que estaba ante su conocido, en aquellos años cuando cuidaba el cerro nariz.
—¡Hermano Conín! no te había distinguido, me siento complacido con tu presencia, mi corazón de alegra de volver a ver a mi maestro de esta lengua.
—Hermano Hernán Boca Negra, mi espíritu me decía que te volvería a mirar, en el espejo de mis cielos violetas y verdes aromas.
El ejército de Hernán Pérez aún resguardaba el tiempo de no ver salir a su capitán, se notan nerviosos, los caballos sentían las emociones de su monta, los guerreros que custodiaban la carpa no se movían, parecieran helados, solo un vapor blanco salía de sus respiraciones por el frío.
Al salir el capitán Hernán Pérez se le notaba contento, subió a su cabalgadura, tomaron camino casi de vuelta y acamparon a un simple día de distancia —este gesto explica que no se separarán del destino y que posiblemente venga un enfrentamiento— pero no se notaba disgustado o listo para la batalla.
Sus hombres percibieron hasta cierto punto la cautela excesiva de su capitán, pero sonreía y se miraba tranquilo.
Ya en la fogata del campamento de los españoles, el capitán segundo fue claro con Hernán Pérez.
—¿Por qué te decía la gente del señorío de Conín boca negra?
—Seguro porque no me quito el tabaco de la boca… ¡no lo sé!
—¿Habrá enfrentamiento capitán? los soldados se lo preguntan, ellos creen que atacar la carpa y las tiendas que la rodean era la mejor opción.
—No habrá enfrentamiento capitán.
—¿Pero eso cómo es posible? — asombrado el capitán no comprendía.
—He negociado la caída de estas tierras con el terrateniente Conín, a quien seguro ya convertimos al cristianismo, no habrá batalla, sus hombres que observaste equivalen a solo una cuarta parte del total de sus aliados, más de dos mil hombres guerreros nos asedien por todo el valle, se dé buena información de mi capitán máximo Cortés, que estas tierras son ricas en minerales, pero principalmente oro.
—¡Podemos con ellos capitán! tenemos a los caballos, un mejor ejército.
—Demasiado entusiasta tu perspectiva, nos masacrarían, son tribus nómadas y toda la región de la frontera le rinden tributos, no solo administran las tierras, las dominan.
—¿Cómo será la rendición?
—Ellos tienen un cerro mágico, en donde realizan una serie danzas de hechiceras, sibilas y chamanes, sacrifican animales en nombre de sus deidades nómadas, debo reportar un enfrentamiento ante mi señor Cortés— el capitán Hernán Pérez, ahora boca negra, trataba de generar un plan en donde quedara evidencia de la realización de la batalla, por ello contactó dentro de su ejército al escriba, quien narraría los acontecimientos de la batalla fingida.
—Los hombres no se prestarán a eso, con todo respeto mi capitán.
—Es eso o ¡la caída de cabezas de todos nosotros!
Se levantó Hernán Pérez boca negra cuando el escriba ya se acercaba con los instrumentos de tinta y pergamino, sabedor seguro que la plaza estaba negociada, no era fácil hacerle creer a Cortés la narración, así que debía de ser cercana a las creencias del máximo capitán de los ejércitos de su majestad.
A su vez el segundo capitán Alvarado, ya les hacía ver a sus hombres que vendría una batalla en donde les incitaba a ser en exagerado sanguinarios, implacables con el enemigo y no dejar guerrero alguno con vida.
—¿Queda claro?
—¡Sí señor! gritaron los soldados conquistadores!
Es el 25 de julio de 1531, en el cerro de las sibilas y los hechiceros, el punto más alto del valle de verdes olores y cielos violáceos, de los hermanos chichimecas que custodian los centros de entrenamiento del juego de pelota de los sabios toltecas…