JUAN ANTONIO ISLA
Recuerdo al maestro Francisco Perusquía Monroy en la mitad de los años sesentas. Acababa de llegar Hugo Gutiérrez Vega a la rectoría y se respiraba, lo digo sin exageración, un aire jubiloso en los patios del antiguo Colegio Civil. La comunidad universitaria había recibido con esperanza y emoción la llegada de un humanista que no sólo convencía por su retórica elegante, sino por sus acciones que de inmediato motivaron a un estudiantado, deseoso de un ambiente cultural y de renovación académica.
En ese escenario de cambio arribaron maestros notables que redireccionaron el rumbo de la vida universitaria: los hermanos Rafael y Héctor Kuri, la esposa de éste, fundadores de la Escuela de Psicología; el maestro Manuel Rodríguez Lapuente e Ignacio Arriola, antiguos camaradas de Hugo en su paso por Guadalajara. Todo era nuevo, todo creaba un ambiente propicio para el estudio y el disfrute de las actividades artísticas y culturales.
En un amplio salón del patio principal se leía un improvisado cartelito: Claustro de Profesores. Ahí se reunían los maestros nuevos que se incorporaron a un plantel que enriquecía la vida estudiantil, por ese momento acaparada por la Escuela de Bachilleres que tomaba clases en las denominadas “perreras”, aulas tipo CAPFCE construidas en la parte norte del viejo edificio del Colegio Civil.
Entre la plantilla de docentes brillaban los maestros Pablo Ballesteros, Jesús Pérez Hermosillo, Agustín Pacheco, Mayté Juaristi, Billy Herbert, Alejandro Juárez, Carlos Alcántara, Álvaro Arreola y, por supuesto la pareja de Zoila Montes y Francisco Perusquía que por esos días preparaban su enlace. Algunos estudiantes buscábamos pretextos para entrar al Claustro. Se respiraba un grato aroma a café, a diálogo respetuoso, a intercambio de ideas y buen humor.
Por su seriedad, su formación académica (que fortaleció con una estancia en la Universidad Complutense de Madrid) y su bonhomía, Francisco Perusquía se convirtió en uno de los maestros favoritos del Rector Gutiérrez Vega. Dirigió el Departamento Cultural y básicamente se hizo un amigo especial de Hugo y de su esposa Lucinda Ruiz Posada.
Años más tarde, entre las múltiples peregrinaciones del poeta, Hugo llegaba a Querétaro y su puerto de abrigo era la casa de “Pancho” y Zoila. Las tertulias ahí fueron inolvidables. Mi hermano Augusto y Rafael Jaramillo pasaban lista de presentes de manera invariable. Aquello era una especie de Ágora, sin petulancias ni palabrerío impostado. Prohibida la arrogancia y la pontificación. Nunca un reclamo, jamás un discurso dogmático. El silencio de Perusquía prevalecía, pero cuando hablaba era suficiente y asertivo, puntual, contundente. En sus enunciados había siempre prudencia, discernimiento, madurez, ánimo conciliatorio cuando era preciso. Era como un viejo sabio de la comarca.
Se ha ido una de las mentes brillantes de esa generación. Ya quedan muy pocos. Como él casi ninguno. Perusquía era una personalidad marcada por el reposo y el conocimiento. Era como el decano de una comunidad que agotó su existencia, que se consumió como ese cigarro inseparable de sus labios.