A mi hermano, y hermanas, compañeros y amigos de los libros.
Pido su anuencia para contar mi experiencia alrededor de los libros. Mi padre repudiaba la celebración navideña con juguetes porque cuando era pequeño, era tan pobre su familia que nunca tuvo un carrito o un avioncito, en esos días en que los niños son consentidos al menos con un juguete. Mis hermanos y yo nunca tuvimos uno que él hubiera comprado para nosotros. Las navidades siempre fueron la temporada para recibir enciclopedias como regalo. Para mí, los libros sustituyeron esos juguetes y con ellos jugábamos. Desde niña los vi como algo tan familiar que todos ellos se desgastaron de tanto acariciarlos, de tanto verlos, de tanto leerlos. En ellos contemplé hermosas ilustraciones, pinturas famosas, grandes relatos de la historia y por ellos conocí el mundo antes de salir de casa. El mundo de Japón, de Alemania, de México, de Francia, de Italia, los conocí por los libros. Me enamoré del mundo, mucho antes de conocerlo; me enamoré de la cultura de los pueblos más lejanos, los más fríos como el de Jack London, me adentré en el misterio de la oscuridad de las habitaciones heladas de los relatos de Edgar Allan Poe y sufrí con los personajes más atormentados de las novelas de Dostoievsky cuando apenas cursaba el quinto año de primaria. Fui desde entonces una lectora independiente que leyó tal vez lo que no debía y tal vez, pronto perdí la inocencia a través de lo que fue la vida de Ana Karenina y de Madame Bovary, dos heroínas fatales que no pudieron liberarse en su momento, no pudieron salir de la página para vivir libremente la vida.
Paradójicamente, a mí los libros me han liberado de todo lo que implica ser ignorante porque no puede uno ir por el mundo a ciegas, menos en este tiempo en que las demandas de conocimiento nos obligan a saber más y más cada día, porque también cada día, la cultura, el conocimiento, la ciencia, avanzan sin reparo, sin término, incansablemente y a alta velocidad. Y todavía hay quien piensa que es inútil celebrar a los libros. Celebro la invención de la imprenta, como la de internet. Gracias por existir, porque gracias a eso, la difusión de los libros y su lectura fue y ha sido posible. Gracias a eso el poder de la iglesia sobre la conciencia de los ignorantes llegó a su fin. Gracias a impresión de la Biblia Vulgata traducida por Martín Luther al alemán, el mundo cristiano pudo leer la sensual historia del rey David y su amada en el Cantar de los Cantares.
La humanidad tiene cada día una nueva necesidad que alguien trata de resolver en alguna parte del planeta. De allí la necesidad de saber más y nadie puede acceder al conocimiento si no es leyendo y a través de un libro. Para mi fortuna, la internet no ha podido vencer a los libros. Así se pensó que la televisión desaparecería al cine, que la radio pasaría a mejor vida y veamos que nada de eso ha sucedido, tampoco los libros tendrán su fin. Tengo dos aplicaciones para leer en mi celular. Me encanta leer en mi celular. No leo las redes sociales. Leo libros en el celular en cualquier momento del día y en cualquier lugar. Es una gran ventaja poder guardar muchos libros en un celular. Pero abrir un libro nuevo es un aroma casi erótico.
El Día Nacional del Libro en México se instituyó hace más de 50 años, en honor al natalicio hace 374 años, de la monja Juana Inés de la Cruz en Nepantla, cerca de Amecameca, ahora de nuestro amado estado de México, en tiempos de plena Colonia novohispana, un tiempo duro para las mujeres que no tenían ningún derecho más allá de la vida.
Juana Inés de Asbaje vivió entre libros desde pequeña en la biblioteca de su abuelo, un criollo de entonces y como hija natural vivió protegida por la familia de su madre. El amor por la lectura y por los libros la hicieron tomar los hábitos dado que sería en el convento donde tendría más libertad para acceder a los libros publicados en la época, dado el monopolio cultural que tenía entonces la Iglesia española.
La monja jerónima es el mejor ejemplo de que cuando se quiere aprender y saber de todo, como ella, no hay límite. Ella fue una transgresora de las reglas sociales que imponían la ignorancia a las mujeres. Ella no se limitó para llegar vestida como varón a la universidad, para entrar a estudiar. Y cuando se le decomisaron sus libros, su depresión por no poder seguir sus investigaciones y sus escritos la llevó a encontrar una muerte prematura pues a los 47 años, le quedaban aún muchos años de productividad intelectual como se ha dado entre tantos grandes pensadores y escritores, porque Sor Juana, sabía latín, náhuatl, astronomía, filosofía y otros tantos conocimientos de su relación con la cultura indígena del lugar donde nació y creció.
Yo admiro su dedicación y su arrojo para acceder al conocimiento en tiempos difíciles y me entristece la indiferencia que muestra el mundo académico y escolar hacia lo que es el objetivo de las universidades y la educación en un mundo globalizado donde nos encontramos cada vez más lejos del conocimiento. Sólo puedo llamar la atención sobre qué será de las nuevas generaciones que no quieren leer nada. ¿Sabrán defenderse en medio de una catástrofe? ¿Qué podrán hacer en medio del hambre, sabrán producir algo para comer? ¿Podrán curar enfermedades sin investigación? Todo eso implica saber, conocer, y también leer. Y muchos saberes y amores se pierden, porque cada vez miramos menos a nuestro alrededor por mirar lo que se ofrece en un celular. Abrazo con amor a quienes aman leer y los libros.