Guillermo López Zamudio
El pasado 14 de febrero hubo varios corazones rotos. No es raro que en esta fecha se piense en este órgano palpitante que nos mantiene vivos, posiblemente sea el día en el que más pensamos en nuestro corazón. Por eso se escogió esta fiesta para conmemorar los defectos del corazón que se padecen desde el nacimiento: “El día mundial de las cardiopatías congénitas” en donde la pregunta “¿Qué se hace con un corazón roto?” cobra otro sentido.
En México 8 de cada 1,000 niños nacidos tiene algún defecto en el corazón. No fue hasta los años 40 cuando en el hospital Johns Hopkins se realizaban los primeros estudios y cirugías para otorgarles a estos niños una buena calidad de vida (en aquel entonces la esperanza de vida de estos niños variaba de unos meses a los primeros años de la infancia).
Nacer con la mitad del corazón ha sido todo un reto. La medicina formó parte de mi vida desde el día 1 e incluso antes, ya que se me detectó mediante un ultrasonido meses previos a mi nacimiento. El Hospital General Regional número 1 del estado de Querétaro y el Centro Médico Nacional Siglo XXI en la Ciudad de México me vieron crecer y se convirtieron en mis segundas casas hasta el día de hoy. He pasado 24 años de cirugías, vacunas, medicamentos y caminar un poco más despacio que mis compañeros de la facultad.
Gracias a la medicina moderna, la pericia de los cirujanos y la sabiduría de los médicos, hoy escribo esta columna. A diferencia de hace 80 años, el nacer con una cardiopatía congénita no es una sentencia de muerte o una limitación para una vida normal.
De niños, todos soñamos con ser como nuestros ídolos y héroes. Mis amigos, en su mayoría, querían ser futbolistas, músicos o streamers en alguna red social. Al igual que ellos, desde pequeño quise seguir los pasos de mis héroes, aquellas personas elocuentes y de corazón enorme. Aunque compartía ese gusto por la música y los videojuegos, mi vida me puso en el camino de la profesión más humana de las ciencias y la más científica de las humanidades.
En este mi último año de la carrera de medicina, no puedo más que agradecer. Aún contra todo pronóstico aquellos primeros cirujanos, científicos y médicos jamás se rindieron por y con nosotros, los niños (mis hermanos) de corazónes incompletos.
Bien dice el epígrafe de mi libro favorito (y la frase que me ha acompañado toda la vida): “Las grandes cosas, con intentarlas basta.”