La necedad de las fronteras
Cosas de aquí
Desde años leo y admiro a Zygmunt Bauman (1925-2017) un sociólogo y filósofo polaco de origen judío, autor de la teoría de la modernidad líquida. La liquidez de la vida significa que nada, ni las personas, ni las sociedades, puede mantener su forma ni su rumbo durante mucho tiempo; que todo es precario, que la incertidumbre constante es nuestra condición de vida. La vida fluye como el agua, sin detenerse nunca. Una fatalidad. Una mudanza perpetua. Incluso de la identidad, no se diga de los objetos que consumimos, siempre a punto de ser desechados: la ropa, los electrodomésticos, los automóviles, los juguetes de los niños… Una vida que se alimenta de la insatisfacción, de la imposibilidad de construir una sociedad estable, buena; en suma, feliz. La vida liquida cava la tumba de las utopías. |
En otra ocasión, más adelante, me extenderé sobre esta aportación cultural de Bauman, un tanto inspirado por el mito de Proteo, mito del cambio. Por ahora, quisiera recordar una conferencia que dictó en el Centro de Cultura Contemporáneo de Barcelona en el año 2004, dentro del ciclo Fronteras, bajo el titulo Multiplicidad de Culturas, humanidad única. Zygmunt sostiene ahí una tesis que parece escrita, con aires de profecía, para estas horas que vivimos los mexicanos y los estadounidenses. En un mundo que se globaliza las fronteras son cada vez menos eficaces. La actual obsesión de las fronteras “es el resultado de una vana esperanza de garantizar una protección auténtica frente a riesgos y peligros de toda índole”. Y es que no es posible -piensa Bauman el dar soluciones locales a problemas globales-. En este sentido las promesas de Donald Trump sólo son fantasías que han atraído la atención de una multitud que ve disiparse el “sueño americano” y anhela recuperar la pureza racial, la blanca e inviable pureza. Pero vana es su esperanza de proteger a sus electores, enfermos como él. Fascinados por una mixofobia -miedo a mezclarse con extraños, llámese latinos, musulmanes…-.
Leamos las palabras de Bauman, que se antojan una paráfrasis del plutócrata delirante: “Rodeémonos de cámaras de televisión por circuito cerrado, de agentes de inmigración en las fronteras y de perros especialmente adiestrados que conviertan en sospechosa a toda persona que se desplace de un lugar a otro y sometan a todos los pasajeros a los controles y comprobaciones destinados originariamente a los delincuentes y terroristas (…) Contratemos a mas vigilantes armados para proteger (al país) e impedir la entrada a los extraños”. Todo es y será inútil. El tiempo demostrará que esos aterradores extranjeros “resultan seres humanos son normales y corrientes”, que comparten los mismos sueños, que la segregación es apenas una irrisoria estrategia para “rehuir el desafío de las diferencias” como diría Richard Sennet; que esa “propensión a construir muros, a trazar fronteras, a fomentar la separación espacial” verá su frustración. Pues que esas divisiones solo prohíjan la creación, en el caso de los Estados Unidos, de un inmenso gueto, es decir, una comunidad que vive en el aislamiento y la marginación, que más temprano que tarde, caerá en la cuenta de esa tragedia que significa atrasar el reloj de la historia. Paradoja de un país cuya tendencia es la contraria a ese movimiento retrogrado, pues por las venas de ese pueblo corre la codicia insaciable de apropiarse del planeta entero. Paradoja de un país cuya fuerza ha radicado en la asimilación multicultural y que, ahora, bajo una conducción errática, se empequeñece y se autodestruye; y finalmente renuncia a la grandeza creyendo que ésta consiste en un ensimismamiento mortal.
Y si Bauman tiene razón, el proyecto de Trump se disipará con la velocidad que dicta sus “políticas” vía twitter, mientras se acomoda el copete de cabello injertado, la prótesis dental y contempla en el espejo la piel de su rostro decrépito. Pues que todo es volátil. Y breve en nuestra vida.
No deja de ser patética la ceremonia de posesión de los presidentes norteamericanos poniendo la mano sobre la biblia. Para luego, como en el caso de Trump, alistarse para dar pie a su populismo, a esa “propedéutica del odio, la exclusión, el racismo”; para disfrutar, como todo perverso, la angustia del otro, del débil a quien puede destrozar. Y no es ésta una metáfora, dado que, sin ocultar su obscenidad, ha dado su visto bueno a la tortura.