EL CRISTALAZO
La simulación y la realidad incontrolable
Todavía se prolongaba en el aire el lamento de los clarines y el redoble enlutado de los tambores militares en la evocación de los muertos, en el memorial Zócalo de cenizas, cuando ya la burocracia festejaba entre chacotas y bromas, en el tono frecuente de sus ocurrencias previsoras, el “magno simulacro” con el cual se conmemoraría la tragedia de 1985 y de paso se le colgarían medallas a la previsora “cultura” de la Protección Civil.
Dos horas más tarde la tierra se sacudió como quien alza un mantel de mesa terminada, y entonces la realidad sustituyó a la simulación.
Quizá muchos hayan tomado en serio eso del ensayo ante un sismo previsible, pero la naturaleza, reacia a la lectura de los boletines y dictámenes oficiales, y sin redes sociales para determinar la oportunidad de sus estremecimientos, tiró edificios en varias zonas de la ciudad y mató no sabemos a cuántos, y nos recordó lo frágil de nuestra circunstancia ante los terremotos y fenómenos imprevisibles.
Ni las alertas ni los simulacros sirven para otra cosa como no sea el anecdotario de lo inútil, cuando el ramalazo llega, llega y si es de dimensiones gigantescas (como por fortuna no fue en esta ocasión, sin bien grave, lejana de los cinco o seis mil muertos), poco se puede hacer. Muy poco.
Imposible determinar la duración y el momento de un terremoto. Posible, sí, prever sus consecuencias mediante un procedimiento técnico de alta seguridad: construir mejores edificios, más ligeros, mas seguros, más estables para resistir estructuralmente su asiento en una zona de sismicidad elevada, como todos sabemos de esta desde hace muchos siglos.
Hoy conocemos la falsedad de otra frase común: nunca un rayo cae dos veces en el mismo sitio, pero sí puede haber un sismo intenso, (tanto como para estimular los dedos de Trump en su cuenta de tweeter en el envío de una falsa solidaridad) en la misma fecha de otro de mayores dimensiones, de gravísima condición destructiva.
Las imágenes iniciales recuerdan el 2015.
La polvareda en torno de los cascotes destrozados, la extraña geometría de la destrucción, el amontonamiento de los prismas irregulares de lozas, columnas y puntales; la fractalidad de casuales escombros y cascajo.
Y quizá, lo peor, las personas atrapadas debajo de ese apilamiento de piedras y ladrillos y cemento partido, cuyos cuerpos no se ven pero sus lamentos se escuchan, hasta cesar en un silencio lúgubre, cuando se da el terrible caso.
“…Perdón por hallarme aquí contemplando
En donde estuvo un edificio
El hueco profundo
El agujero de mi propia muerte…”
Ahora no conocemos con precisión si ese poema de José Emilio Pacheco se puede escribir nuevamente tal cual.
No conocemos mucho de los muertos ni de los mutilados ni de los desalojados, pero de algo nos damos cuenta: la ciudad es desde siempre un asiento riesgoso, proclive a las inundaciones, los sismos y las tempestades; el aluvión, la tierra deslizada.
Suplica, con la palabra precisa, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, sálganse de los edificios, pero no les dice a los evacuados a dónde marcharse y no suelen ser las calles el albergue más seguro ni más perdurable pues hay gas fugado y fuego en los incendios y polvazales en el árido desierto de los derrumbes no invitan a nada, excepto a la fragilidad de lo fugaz, lo temporal sin temporalidad.
El Presidente de la República, Enrique Peña, quien había acudido solemne a las siete de la mañana a rendir homenaje de memoria dolida a quienes murieron en los sismos del siglo anterior, y volaba para visitar a los afectados de los demás terremotos de Chiapas y Oaxaca y supervisar el auxilio; debe regresar con todo y su caravana de auxilio en favor de una atención inmediata a quienes han sufrido en esta ciudad por este movimiento de tierra.
Llueve sobre lo mojado y cuando no se sacude la tierra aquí, se estremece allá. El rayo cae dos veces sobre el mismo país.
No queda mucho por hacer, en verdad. Recuperar la calma y atender la emergencia. Actuar con diligencia en el nombre de la tan traída y exaltada solidaridad cuyo efecto es paliativo y esperanza.
Ahora como en los demás casos, el gobierno actuará hasta sus límites, los cuales por fortuna son amplios y cuando se quiere, fecundos. Reconstruir, mejorar, revisar estructuras y cumplir con las normas de resistencia en las construcciones. No se puede hacer otra cosa.
Los creyentes tiene un conjuro para estas ocasiones: rezan “La magnífica”. Otros oran por la compasión y el auxilio de San Emigdio. Si a usted de algo le sirve, pues adelante.