QUERETALIA
EL QUERÉTARO SOBRENATURAL
Amables lectores, no quiero dejar pasar mi oportunidad como Cronista de Querétaro para escribir y publicar sobre espantos, leyendas, fantasmas, cosas sobrenaturales y tantos otros temas que enriquecen las queretanidad, ese polémico tema que tanta cohesión social y sentido de pertenencia encierra.
En esta obra toco el tema de la más famosa de las leyendas mexicanas como “La Llorona” a la cual estudio desde el punto de vista antropológico, lo mismo que a “La Malinche”, personificación de ese mito vivo que es “La Chingada”. Escribí del sereno sin cabeza, de los seres nocturnos que aparecen recurrentemente en la Peña de Bernal, de la sombra de Maximiliano, de su perro “Bebello”, de las ánimas de Bernal, de la beata bonita en Santa Rosa de Viterbo y el fantasma de la mujer de blanco, de las apariciones en El Cimatario, de la niña de rojo en el mesón de los Cómicos de la Legua, de las entidades en la Casa de Ecala y de la enfermera misteriosa llamada “La Planchada” que agobia a los enfermos internos en la clínica 1 del IMSS, así como del fabuloso Carlos Gardel.
Recorrí las siluetas que aparecen en la Alameda Hidalgo y platiqué con los monstruillos, sirenitas y atlantes de las fachadas de los templos misionales en Jalpan, Tilaco y Landa de Matamoros. Describí con lujo de detalles los horrores del infierno en que fue convertida la ciudad de Santiago de Querétaro en 1867, por medio de un hombre en agonía.
También me di tiempo para entrevistar a Maximiliano de Habsburgo, a Tomás Mejía en Cuatro Palos Pinal de Amoles, a Benito Juárez en el Archivo Histórico del estado, a Octavio Paz en San Pablo, a Guillermo Prieto en el Teatro de la República, a Poalcyn –el verdadero dueño del Querétaro prehispánico, al padre Miracle en Tilaco y a “La Peregrina” de ojos claros y divinos en el parquecito de la Colonia Cimatario.
Los hechos históricos de fondo fueron ciertos, existen fuentes fidedignas: los que son ficticios son los instrumentos que utilicé para hacerles llegar esta información didáctica a mi público, sobre todo a los pequeñines y adolescentes, en forma atractiva.
Agradezco el apoyo logístico y económico para la realización de este libro a Norberto Alvarado Alegría, Miguel Vega Cabrera, José Carlos Arredondo Velázquez, Francisco Alcocer Sánchez, Miguel Ferro Herrera, Miguel Ángel González, Álvaro Mondragón Pérez, Pilar Carrillo Gamboa y a Eduardo Rabell Urbiola.
Lo presentaré ahora en la Casa de la Cultura de Hércules, en villa Cayetano Rubio, el próximo 14 de noviembre de 2018 a las siete de la noche. Allí regalaré 100 ejemplares, pero también pueden pasar a mi oficina sita en Madero 81 poniente, en el Palacio Municipal frente al jardín Guerrero, diciendo que leen Plaza de Armas, El Periódico de Querétaro.
CRÓNICAS DE UN PEREGRINO DECIMONÓNICO
Soy un humilde sexagenario y ex jornalero al servicio de los propietarios de la decimonónica hacienda de Callejas, ubicada al sudeste de la ciudad de Santiago de Querétaro, pegadita a la famosa hacienda de Carretas, muy cerca del mesón del mismo nombre que fundó el beato Sebastián de Aparicio para dar servicio de alojamiento, alimentos y refacciones a los viajeros que iban por la plata de las minas de Zacatecas y Guanajuato. Mi austera casita se encuentra en el barrio indígena de San Francisquito, cabecera jurídica y política de la antigua República de Indios, y a cuya comuna le fueron arrebatados los fundos en los que se asientan las mencionadas haciendas.
Yo no entiendo de partidos políticos, ni de liberales y conservadores, yo solamente creo en Dios y la Virgen María de Guadalupe y la Virgen del Pueblito, pero las guerras fratricidas en nuestra patria me han llevado a sufrir los horrores de la misma, viendo cómo el mundo que conocimos se destruyó para dar paso a la rapiña, la venganza disfrazada de justicia, traiciones entre padres e hijos y la ausencia completa de Dios. Mi nombre es Fermín Ramírez González y nací con el siglo diecinueve, ahorita cuento con sesenta y siete años y he visto pasar de todo por esta tierra queretana, la Perla del Bajío Oriental, la de cien cúpulas y torres, la de los conventos y beaterios, la de las casonas señoriales. Conocí en la Plaza de la Independencia a doña Josefa Ortiz de Domínguez, paseando del brazo con su esposo Miguel, pero también la vi ser conducida esposada por la calle del Biombo rumbo a su prisión en el convento de Santa Clara.
Me tocó conocer de cerca y servirle la mesa al presidente de la República Manuel de la Peña y Peña, cuando Querétaro fue convertida en capital federal para la ratificación o no de los injustos tratados de Guadalupe Hidalgo en mayo de 1848, mediante los cuales los gringos odiosos nos robaron más de la mitad de nuestro territorio nacional. Recuerdo cómo mi ahora general Tomás Mejía me reclutó para ir a defender a la patria en San Luis Potosí. Los senadores sesionaron en La Congregación y los diputados en la Academia, y en casi todas las caras de los legisladores se notaba a leguas la tristeza y desmoralización. Al presidente De la Peña solamente le servíamos sopa de habas –con más caldo que habas- porque no había para más, el erario público estaba quebrado. También vide en 1858 y en 1863 a Benito Juárez García, pasando por Querétaro para huir de los conservadores y de los franchutes respectivamente. Las dos veces lo atendí como mesero en la casa del gobernador José María Arteaga, observándolo fumar habanos en largas bocanadas e ingerir copitas de coñac hablando gravemente con sus ministros.
Pero bien, les juro patroncitos que ansina como vide llorar a los queretanos en todos estos acontecimientos históricos, jamás vi situación más difícil que la vivida por nosotros en el llamado Sitio de Querétaro, entre el 6 de marzo y el 15 de mayo de este año que termina (1867). En la llamada Guerra de Independencia yo era muy niño, de apenas diez años, pero recuerdo que nunca hubo una batalla en forma aquí dentro de la ciudad, simplemente hubieron pequeñas escaramuzas allá por el Río Querétaro y la calle de La Verdolaga, cerca del rastro municipal. En ese tiempo de 1810 solamente vimos llegar heridos realistas y presos insurgentes de las batallas del cerro de El Moro y de Puerto de Carrozas, pero nada más, ya que el militar Calleja concentró en Querétaro cerca de quince mil soldados realistas que inhibieron la toma de la ciudad por parte de los rebeldes. Yo si vi al cura Miguel Hidalgo entrar y salir de los saraos de los corregidores en el palacio del Corregimiento de Letras, donde me cuentan antiguos sirvientes que el afamado cura de San Felipe Torres Mochas y de Dolores se echaba unos vinos franceses y bailaba mazurcas con muy buen ritmo. Pidiendo perdón por tanta digresión, vuelvo al punto central de mi plática: Querétaro se convirtió en un infierno en este terrible año, antes en y después del famoso Sitio. ¡Sí señores, se los juro por Dios! Desde noviembre de 1863 que llegaron los franceses con su déspota comandante Forey se dedicaron a saquear los vasos sagrados e imágenes religiosas en templos y conventos, así como a expoliar, maltratar, encarcelar y hasta violar a las damitas queretanas. Los hombres entre los dieciocho y sesenta años fueron obligados a cavar fosas para las defensas gabachas, so pena de ser fusilados en el acto. ¡A otros los vimos enterrados -de pie- hasta el cuello, sufriendo las inclemencias del sol sobre su cabeza! Yéndose los franceses en noviembre de 1866, tomó la ciudad Tomás Mejía, nuestro querido “Jamás Temió”, quien siendo queretano y militar honesto nos devolvió la calma en medio de la guerra, pero al llegar Maximiliano en febrero de 1867 -con la consecuente concentración de soldados imperialistas en nuestra ciudad- todo volvió a ser como Babilonia. Literalmente a fuerzas, los varones fuimos obligados a laborar sin paga alguna en las trincheras, cavando fosos, construyendo adobes, subiendo cañones a las zonas más altas de la ciudad, lavando los excusados de las diversas prisiones y cuarteles, conduciendo heridos al hospital de Santa Rosa de Viterbo y San Francisco, removiendo la maleza en los sitios de defensa y hasta lustrando las botas de los principales jefes del imperio.
Era insoportable para la población que durante los setenta y un días que se alargó el Sitio, cada hora era se lanzaba una bala de cañón en contra de la ciudad, con tan mala suerte que esos obuses a veces no daban en los blancos militares sino que se estrellaban contra las viviendas de los paisanos, matando e hiriendo a inocentes. La mayoría de las construcciones fueron dañadas y muchas quedaron en ruinas, no aptas para ser ocupadas. Cientos de familias se quedaron en la calle y dolía el corazón al ver a tanto niño y anciano dormitar y vivir en los portales citadinos, temblando de miedo y frío, convertidos en limosneros y huérfanos esos infantes.